Mirándome directamente a los ojos, me soltaron sin rodeos: “¡No queremos una nuera pordiosera!”
Tengo 57 años, no tengo familia ni hijos, pero quiero dar un consejo a todos los padres: no interfieran en la vida de sus hijas e hijos, no los obliguen a vivir bajo sus reglas, porque no es seguro que lo que los hace felices a ustedes, también los hará felices a ellos.
Soy el vivo ejemplo de cómo, en su afán por darme lo mejor, mi madre y mi padre me separaron de la mujer que amaba más que a mí mismo.
Lucía venía de una familia humilde, mientras que mis padres tenían tierras heredadas y propiedades, y se enorgullecían de ello.
Cuando la llevé para presentársela, la echaron sin miramientos, diciendo que no iban a tolerar a una nuera mendiga. Y ella se marchó, herida pero con la cabeza bien alta.
Se negó a que nos fuéramos lejos, solo nosotros dos.
Decía que, tarde o temprano, mis padres harían lo imposible por separarnos.
Se casó con un vecino suyo, un hombre tan humilde como ella.
Los dos trabajaron sin descanso y construyeron una casa en las afueras del pueblo.
Tuvieron tres hijos, y cada vez que me la cruzaba por la calle, siempre estaba sonriente, radiante de felicidad.
Una vez le pregunté si amaba a su marido.
Me respondió que había entendido que, para un matrimonio, lo más importante era la estabilidad y el entendimiento entre esposos. Sin eso, el amor por sí solo no era suficiente.
No estaba de acuerdo con ella, pero no podía discutir. No tenía derecho. Me sentí como un traidor.
Nunca superé a Lucía, y a diferencia de ella, nunca me casé.
No podía imaginarme compartiendo mi vida con otra mujer, teniendo hijos, sin amarla.
Mis padres intentaron convencerme de que me casara con chicas que a ellos les gustaban y consideraban adecuadas, pero me negué rotundamente.
Al final, se resignaron y empezaron a rogarme que eligiera a una mujer por mi cuenta, para continuar el linaje.
Pero yo no quería a nadie más que a Lucía, aunque ella ya había rehízo su vida y no había lugar para mí.
Mis padres envejecieron, enfermaron y, uno tras otro, se fueron.
Me quedé solo en nuestra enorme casa de tres plantas.
Cada vez veo menos a mis amigos, porque ya están ocupados con sus nietos y no tienen tiempo para mí. Y, la verdad, yo también los evito.
Me alegra su felicidad, pero al mismo tiempo me duele.
Los fines de semana, ocupo mi tiempo pintando y arreglando los columpios, toboganes y areneros de los parques infantiles del pueblo.
A veces también ayudo en los patios de las guarderías.
Lo hago por voluntad propia, sin cobrar, porque no necesito el dinero. Así hago felices a los hijos y nietos de los demás.
Vendí todas las tierras y propiedades de mis padres.
Con el dinero, hice donaciones a varias escuelas y orfanatos.
Un amigo me preguntó por qué no ayudaba también a algún asilo de ancianos. Pero no quiero.
Por muy cruel que suene, así me vengo de mis padres, por los que me quedé solo.
Además, el futuro está en los niños, no en los viejos, ¿no?
Los pequeños necesitan más cuidados y un buen comienzo en la vida.
Y cuando yo muera, mi casa pasará a ser propiedad de la escuela donde estudié.
Si quieren, que la usen para algo; si no, que la vendan.
¡Lo importante es que sirva para una buena causa!
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