Esmeralda trabajaba como contable en una modesta empresa constructora. Una oficina banal en las afueras de Madrid. Su salario era el habitual. Existencia acomodada. Sin embargo, en su interior siempre ardía el anhelo de emprender su propio negocio. Por las noches, como muchas de sus compañeras, se dedicaba a aprender software de gestión financiera. Consumía revistas de negocios y elaboraba estrategias emprendedoras.
Diego apareció de forma inesperada en su vida. Unas amigas comunes la invitaron a una celebración rural. Él, que trabajaba como administrador en una concesionaria de automóviles, tenía un buen sueldo y era un hábil galante. Citas, ramos de flores y proyecciones de películas los fines de semana. Tras un año, formalizaron su matrimonio.
Los primeros meses fueron plácidos. Esmeralda seguía ascendiendo en su carrera y formándose. Ahorros para su proyecto. Diego miraba con desdén su pasión: «Que se divierta haciendo de mujer de negocios, lo importante es que cocine a tiempo».
Luego, comenzaron los problemas en la concesionaria. Las ventas habían caído. Redujeron los salarios. Diego llegaba a casa con irritación, estallando por cualquier nimiedad. Esmeralda lo ignoraba. Acababa de recibir un ascenso a jefa del departamento financiero, duplicando así el salario de su marido. Eso lo desanimaba aún más.
Cada noche se convertía en un ensayo de silencio. Diego se quedaba en la sala con su móvil, ignorando a su esposa. Cuando ella intentaba hablar de sus logros, él fruncía el ceño y se marchaba al balcón a fumar. Cuando se compró un portátil moderno en vez de usar el viejo, él cerró la puerta de un golpe y se fue a ver a sus amigos. «¿Desperdicias los ahorros?» —masculló al día siguiente. «Son mis ahorros, Diego. Yo los gané», —respondió por primera vez. Él lanzó una taza al fregadero y salió furioso.
El punto de quiebre llegó con una invitación a un evento corporativo. «Código de vestimenta: festivo. Es obligatorio asistir, con las esposas», —decía el mensaje de recursos humanos. Esmeralda intentó rechazar la invitación, ya presentía un desenlace negativo. Pero su jefa, doña Teresa, insistió: «Eres la representante de la empresa, querida. Debes estar a la altura».
El evento se celebró en un acogedor restaurante en la Plaza de Santa Ana. La empresa había alquilado todo el segundo piso — unas treinta personas, sin contar a los acompañantes. Esmeralda estaba nerviosa. Era la primera vez que asistía como jefa del departamento financiero. Eligió un sencillo vestido negro y zapatos sin tacón — nunca había querido destacar.
Diego se quejaba durante todo el trayecto. Primero por el tráfico, luego por los problemas de estacionamiento, por último, porque la corbata le apretaba. Esmeralda permanecía callada — ya estaba acostumbrada a su mal humor de los últimos meses. Desde que comenzaron los problemas en la concesionaria, se había vuelto irritable y extremadamente nervioso.
La velada comenzó con buen pie. El director general, Miguel Aguirre, dio un discurso sobre los logros de la empresa, entregando premios a los empleados destacados. A Esmeralda se le otorgó un agradecimiento especial por la implementación de un nuevo sistema de control financiero que había ahorrado millones a la compañía.
— Ahora, quiero brindar por nuestra nueva jefa financiera —levantó su copa Miguel Aguirre. — Esmeralda llegó a nosotros hace tres años como contable, pero con su esfuerzo, inteligencia y determinación, nos ha demostrado que merece más. ¡Felicidades por tu ascenso y tu nuevo salario! —dijo, guiñándole un ojo.
Todos aplaudieron. Doña Teresa la abrazó, susurrándole: «Te lo mereces, querida». Sus compañeros sonreían genuinamente — Esmeralda era valorada en el equipo.
Entonces alguien preguntó:
— ¿Cuál es ahora el salario de la jefa financiera?
Miguel Aguirre, sonrojado por las copas, hizo un gesto despreocupado:
— ¡Sustancial! Ahora nuestra Esmeralda gana mensualmente lo que algunos no logran en medio año.
Diego, que había estado masticando en silencio, de repente se tensó y su rostro se discoloró, pero de rabia, no de vergüenza.
— ¿Qué celebramos aquí? —gritó, asegurándose de ser escuchado por todos. — ¡Puf, solo mueve papeles! Mientras yo en la concesionaria…
— Cariño, ¿no crees que deberías calmarte? —Esmeralda tocó suavemente su brazo.
— ¿Calmarme? —sacudió su mano. — ¿Por qué todos se inclinan ante ella?
Esmeralda notó cómo un espasmo se dibujó en su mejilla, indicativo de un inminente escándalo. Ese era el mismo gesto que había hecho cuando le habían comunicado su descenso de categoría.
— ¿Creéis que ella es especial? —su tono irradiaba rencor. — ¡Ella solo sabe adular a la dirección! Mientras yo trabajo cada día vendiendo coches, lidiando con los clientes… —Diego, por favor, —intenta detenerlo Esmeralda.
— ¿Y qué pasa con Diego? —de repente se giró hacia ella. — ¿Te duele la verdad? ¡Has estado en tu cómodo despacho, pulsando teclas —y ya eres una estrella! —agarró la copa y derramó la bebida. — ¿Y yo? ¿Soy ahora un cero a la izquierda?
Esmeralda sentía en la piel cómo sus compañeros, sintiendo vergüenza, se encogían en sus asientos. Pero Diego continuó sin parar:
— ¿Quizás debería dejar de trabajar? ¡Ja, ja! ¡Qué divertido! ¡Tengo a mi esposa como granja lechera! El sonido de la copa al contacto con el plato resonó como un disparo. Doña Teresa palideció. Miguel Aguirre frunció el ceño. Y un joven programador, David, que siempre contaba chistes en la sala de descanso, se levantó de repente:
— Disculpa, deberías disculparte, hombre. Diego se sonrojó aún más:
— ¿Delante de quién? ¿De ella? —señaló a Esmeralda. — ¡Sin mí, no sería nada! ¡Yo le enseñé todo!
— ¿Qué le enseñaste, Diego? —Esmeralda pronunció sus palabras suavemente, pero todos guardaron silencio, escuchándola. — ¿A callar cuando duele? ¿A sonreír cuando desagrada? ¿A fingir que todo va bien?
Se levantó, ajustándose el vestido:
— Te agradezco. De verdad, te agradezco. Me enseñaste mucho, por ejemplo, que algunos hombres solo necesitan una alfombra para limpiarse los pies. Se dio la vuelta y marchó hacia la salida. A sus espaldas, se escuchó un golpe —parece que David finalmente le dio un puñetazo a Diego. Pero ella no miró atrás.
En el taxi no lloró. Miraba por la ventana a la capital nocturna y reflexionaba sobre lo afortunada que era de no haberle dado un hijo. Cuán correcto fue insistir en sus deseos y seguir trabajando. Cuán vital fue escuchar esas palabras: «granja lechera» — para despertar y dejar de ser una hipócrita.
Esmeralda despertó a las seis. Su cabeza zumbaba no por el alcohol, sino por la multitud de pensamientos. Diego todavía dormitaba en el sofá del salón. Su aliento olía a licor. En la mesa de café había una botella vacía de coñac y un marco caído con su foto de bodas.
Sacó de la despensa cuatro grandes bolsas de basura y comenzó a meter sus pertenencias.
A las nueve sonó el timbre. Diego, que comenzaba a moverse en el sofá, preguntó confundido: — ¿Qué… qué está pasando? —Voy a cambiar las cerraduras, —respondió Esmeralda con tranquilidad, mientras abría la puerta al técnico. — ¿Por qué? —Para que no regreses más.
Se sentó de golpe:
— ¿Estás hablando en serio? ¿Por lo de ayer? ¡Solo tomé un poco de más!
— No, Diego. No es solo por ayer. Tus cosas están afuera. He puesto tus documentos en el bolsillo lateral de tu bolso. Puedes dejar las llaves aquí.
Mientras el especialista trabajaba en la cerradura, Diego se vestía en silencio. A la puerta se volvió:
— Te vas a arrepentir.
— Ya no, —replicó Esmeralda.
El divorcio fue rápido y silencioso. Esmeralda se sumergió en su trabajo. Diego apareció de repente —visitó su oficina sin avisar:
— Escucha, ha pasado algo… Me despidieron. ¿Quizás podrías darme un empleo? Después de todo, yo…
— ¿El exmarido? —Esmeralda levantó la vista del portátil. — Lo siento, pero aquí solo aceptamos compañeras. Política de empresa. Se quedó un minuto más en la puerta:
— Sabes, quizás me precipité. Has hecho un buen trabajo, has logrado todo…
— Gracias, —sonrió ella. — Cierra la puerta, por favor. Y puedes enviar tu CV al departamento de recursos humanos, ellos responden a todos.
El teléfono sonó —era su hermana menor:
— Esme, ¡no te lo vas a creer! ¡Me aceptaron! ¡Ahora yo también soy jefa financiera!
— ¡Felicidades, pequeña! —Esmeralda sonrió. — Prepárate, tendrás mucho trabajo.
— ¡Me las arreglaré! Tengo a ti para que me enseñes todo.
— Te enseñaré, —miró la foto en la mesa donde estaban ella y su hermana de pequeñas. — Lo más importante: nunca dejes que nadie te llame granja lechera.
Se escuchó risa del otro lado:
— ¡Definitivamente tú me enseñas eso! Oye, ¿y si organizamos algo juntas? ¡Nuestro negocio, ¿te parece? —Quizá, —dijo Esmeralda tomando su bolso. — Ven el fin de semana, lo discutiremos.
Salió de la oficina y se dirigió al metro. La gente apresurada se cruzaba —cansada, seria, cada uno con su historia. Esmeralda sabía que entre ellas había otras como ella: quienes no temieron empezar de nuevo. Quienes creyeron en sí mismas. Quienes aprendieron a decir “no”.
Al llegar a casa, lo primero que hizo fue quitarse los zapatos, encender la tetera y abrir el portátil. Bosquejó el proyecto de su nueva empresa —junto a su hermana. Algo elemental y necesario, sin arrogancia ni pretensiones. ¿Quizás una formación contable para emprendedores principiantes? ¿O consultas para mujeres que decidieron empezar su propio negocio?
Fuera, llovía. Esmeralda se arropó con una manta y sonrió ante sus pensamientos. Mañana será un nuevo día. Y ciertamente, será mejor que el anterior.
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