Esmeralda trabajaba como contadora en una modesta empresa constructora. Se hallaba en un edificio de oficinas anodino en las afueras de Madrid. Su sueldo era el típico de la media, llevando una existencia común y corriente. Sin embargo, en su interior siempre ardió un sueño profundo: lanzar su propio negocio. Por las noches, al igual que muchos de sus compañeros, se dedicaba a aprender sobre programas de gestión financiera. Consumía revistas de negocios y esbozaba estrategias empresariales.

Sergio apareció de manera sorpresiva en su vida. Amigas en común la invitaron a una celebración en las afueras de la ciudad. Él trabajaba como gerente en una concesionaria de automóviles. Tenía un buen salario y era un excelente galán. Citas románticas, ramos de flores, y las proyecciones de películas los fines de semana. Un año después, formalizaron su matrimonio.

Los primeros tiempos fueron idílicos. Esmeralda continuó ascendiendo en su carrera y autoeducándose. Ahorro tras ahorro, iba acumulando dinero para su proyecto. Sergio, sin embargo, mostraba desdén por su pasión: “Que ella se divierta como empresaria, pero lo principal es que cocine a tiempo”.

Las cosas comenzaron a ir mal en la concesionaria. Las ventas disminuyeron. Redujeron salarios. Sergio empezaba a llegar a casa irritado, estallando por cualquier tontería. Esmeralda, por su parte, no le prestaba atención. Acababa de recibir una promoción como jefa del departamento financiero y ahora ganaba el doble que su esposo. Esto lo desmoralizaba.

Cada noche se convertía en una prueba silenciosa. Sergio pasaba horas en la sala con su móvil, ignorando a su esposa. Si ella intentaba hablar sobre sus logros laborales, él fruncía el ceño y se retiraba a la terraza a fumar. Cuando Esmeralda compró un portátil moderno en lugar del antiguo, él no lo soportó y salió con sus amigos. “¿Gastando dinero de más?” —masculló al día siguiente. “Es mi dinero, Sergio. Lo gané yo”, respondió ella en su primera protesta. Él lanzó una taza en la pila de platos y se fue a trabajar.

El colmo llegó con una invitación a un evento corporativo. “El código de vestimenta es festivo. Asistencia obligatoria, con esposas”, decía la comunicación del departamento de recursos humanos. Esmeralda intentó rechazarlo, previendo un desenlace negativo. Pero Teresa, su superiora, insistió: “Ahora eres representante de la empresa, querida. Tienes que cumplir”.

La celebración se llevó a cabo en un acogedor restaurante cerca de la Plaza Mayor. La empresa alquiló el segundo piso —una treintena de personas sin contar a los familiares. Esmeralda estaba nerviosa. Era la primera vez que asistía como jefa del departamento financiero. Optó por un sencillo vestido negro y unos zapatos bajos —no era de las que buscaban destacar.

Durante el trayecto, Sergio se quejó incessantemente. Primordialmente por el tráfico, luego de la falta de espacios de aparcamiento y finalmente porque la corbata le molestaba. Esmeralda guardó silencio, ya acostumbrada a su humor de los últimos meses. Desde que empezaron los problemas en la concesionaria, se había vuelto irritable y muy nervioso.

La velada comenzó favorablemente. El director general, Miguel González, pronunció un discurso sobre los logros de la empresa. Entregó premios a los empleados destacados. Esmeralda recibió un reconocimiento especial —por implementar un nuevo sistema de control financiero que había ahorrado a la compañía millones.

— Y ahora quiero hacer un brindis por nuestra nueva jefa financiera —dijo Miguel levantando su copa. — Esmeralda llegó a nosotros hace tres años como contadora, pero gracias a su dedicación, ingenio y determinación ha demostrado que merece más. ¡Felicidades por tu ascenso y tu nueva nómina! —guiñó un ojo.

Todos apludieron. Teresa la abrazó y le susurró: “Lo mereces, querida”. Sus compañeros sonreían sinceramente; apreciaban a Esmeralda en la oficina.

Entonces alguien preguntó:

— ¿Cuál es ahora el salario de la jefa financiera?

Miguel, sonrojado por la bebida, hizo un gesto despreocupado:

— ¡Significativo! Ahora nuestra Esmeralda gana mensualmente lo que muchos no obtienen en seis meses.

Sergio, que hasta ese momento había estado en silencio, de repente se enderezó en su silla. Su rostro se tiñó de rojo, pero no por vergüenza, sino por rabia.

— ¿Y qué hay que celebrar? —hizo escuchar con voz alta, buscando que todos le oyeran. — ¡Sólo mueve papeles! Yo en la concesionaria…
— Cariño, tal vez no sea el momento —Esmeralda tocó su brazo con suavidad.

— ¡Claro que es el momento! —él la apartó. — ¿Por qué todos se inclinan ante ella?

Esmeralda notó cómo un espasmo muscular apareció en su mejilla, una señal clara de que el escándalo estaba por estallar. Esa era la expresión que tenía cuando se enteró de su descenso en la empresa.

— ¿Crees que ella es especial? —su tono estaba cargado de rencor. — ¡Solo sabe hacer la pelota a la jefatura! Y yo, mientras tanto, trabajo duramente vendiendo coches… —Esmeralda, por favor —intentó detenerlo nuevamente.

— ¿Y qué?… —se giró de repente hacia ella. — ¿Así que duele la verdad? Estuviste sentada en tu oficina cómoda, escribiendo en el ordenador, y ¡ya te consideras una estrella! —Acerco la copa, derramando la bebida. — ¿Y yo, entonces? ¿Soy un cero a la izquierda?

Esmeralda sentía en su piel cómo sus compañeros de mesa se encogían de vergüenza. Pero Sergio ya no podía detenerse:

— ¿Y ahora debería dejar de trabajar? ¡Ah, qué gracioso! ¡Tuve que ver cómo mi esposa se convertía en una fábrica de leche! El ruido del cristal al chocar contra la mesa resonó como un disparo. Teresa se puso pálida. Miguel frunció el ceño. Y un joven programador, Rubén, quien siempre contaba chistes en la sala de fumadores, se levantó de repente:

— Debes disculparte, hombre. Sergio se sonrojó aún más:

— ¿¿¿Delante de ella??? —señalando a Esmeralda. — ¡Sin mí no sería nada! ¡Yo le enseñé todo!

— ¿Qué le enseñaste, Sergio? —Esmeralda habló en voz baja, pero todos, de manera sorprendente, guardaron silencio, escuchándola. — ¿A callar cuando duele? ¿A sonreír cuando da asco? ¿A fingir que todo va bien?

Se levantó y ajustó su vestido:

— Gracias. Te lo agradezco de verdad. Me enseñaste algo importante. A saber que algunos hombres solo necesitan una alfombra para limpiarse los pies. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida. Detrás, se escuchó un golpe —parece que Rubén finalmente golpeó a Sergio. Pero ella no miró atrás.

En el taxi no lloró. Miraba por la ventana a la nocturna Madrid, reflexionando: qué liberador que no tuvo hijos con él. Qué acertada fue al mantenerse firme y seguir trabajando. Cuán crucial fue escuchar esas palabras —“fábrica de leche”— para finalmente despertar y dejar de ser hipócrita.

Esmeralda despertó a las seis. Su cabeza no pulsaba por el alcohol, sino por los pensamientos. Sergio seguía dormido en el sofá de la sala. Su aliento olía a licor. Sobre la mesa de centro había una botella vacía de coñac y un marco volcado con su fotografía de boda.

Sacó de la despensa cuatro grandes bolsas de basura y comenzó a organizar sus cosas.

A las nueve sonó el timbre de la puerta. Sergio, que comenzaba a reaccionar en el sofá, preguntó: — ¿Qué… qué pasa? —su rostro arrugado mostraba auténtica confusión. — Estoy cambiando las cerraduras —contestó Esmeralda con calma al abrirle al cerrajero. — ¿Para qué? —Para que no vuelvas jamás.

Se sentó de golpe:

— ¿En serio? ¿Por lo de ayer? ¡Solo fue que bebí de más!

— No, Sergio. No es solo por ayer. Tus cosas están afuera. He puesto tus documentos en el bolsillo lateral de mi bolso. Puedes dejar las llaves aquí.

Mientras el cerrajero trabajaba en la cerradura, Sergio se vestía en silencio. Ante la puerta se volvió:

— Te arrepentirás.

— Ya no —respondió Esmeralda.

La disolución del matrimonio fue rápida y silenciosa. Esmeralda se sumergió completamente en su trabajo. Sergio apareció de manera repentina —se presentó en su oficina sin previo aviso:

— Oye, tengo un problema… Me despidieron. ¿Puedes darme un empleo? Después de todo yo…

— ¿Exmarido? —Esmeralda alzó la vista de la pantalla. — Lo siento, pero aquí solo trabajamos mujeres. Políticas de la empresa. Él permaneció un momento aún en la puerta:

— Sabes, tal vez me apresuré. Eres increíble y lograste mucho…

— Gracias —esbozó ella una sonrisa—. Cierra la puerta, por favor. Y puedes enviar tu currículum a recursos humanos; ellos responden a todos.

El teléfono sonó. Era su hermana menor:

— ¡Esme! ¡No vas a creerlo! ¡Me contrataron! ¡Ahora soy también jefa financiera!

— ¡Felicidades, pequeña! —Esmeralda sonrió—. Prepárate, habrá mucho trabajo.

— ¡Lo haré! Tengo a ti para aprender de todo.

— Te enseñaré —miró una fotografía en la mesa, donde estaban las dos de pequeñas—. Recuerda lo más importante: nunca dejes que nadie te llame fábrica de leche.

Se escuchó una risa al otro lado:

— ¡Definitivamente, eso vas a enseñarme! Escucha, ¿y si organizamos algo juntas? ¿Nuestro propio negocio, tal vez? —Quizás —Esmeralda tomó su bolso—. Ven el fin de semana, lo discutiremos.

Salió de la oficina y se dirigió al metro. La gente corría a su alrededor, cansada, seria, cada uno con su propia historia. Esmeralda sabía que entre ellos había más como ella, aquellos que no temieron comenzar de nuevo. Los que creyeron en sí mismos. Los que aprendieron a decir “no”.

Al llegar a casa, lo primero que hizo fue quitarse los zapatos, encender la tetera y abrir el portátil. Comenzó a esbozar el proyecto de una nueva empresa —en colaboración con su hermana. Algo elemental y necesario, sin arrogancia ni ostentación. Quizás talleres de contabilidad para nuevos emprendedores. O consultorías para mujeres que deseaban iniciar su propio negocio.

Fuera, la lluvia caía. Esmeralda se arropó con una manta y sonrió hacia sus pensamientos. Mañana será un nuevo día. Y ese día, sin duda, será mejor que el anterior.


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