Había un chico en nuestra oficina. Bueno, chico… más bien un hombre de 36 años. Pero no era como los demás.
Si lo decimos sin rodeos, el tipo era simple de nacimiento. Vamos, que no era precisamente un genio… ¡ni por asomo! Pero lo contraté hace seis años y nunca me arrepentí. Lo más curioso es que él sabía que no era listo y no lo escondía. Al contrario, cuando vino a pedir trabajo, lo primero que me dijo fue:
—¡Hola! No soy inteligente y no lo disimulo. Pero necesito trabajo para poder comprarle la medicina a mi madre. Ella ya no puede trabajar.
Aquello me dejó helado, pero entendí que el hombre tenía sus limitaciones. Aun así, no tantas como para no poder hacer tareas sencillas. Me recordó al personaje de Dustin Hoffman en esa película que tanto me gusta, *Rain Man*. Enseguida caí en la cuenta de quién tenía delante y no quise herir sus sentimientos.
—Eres más listo que la mayoría, que intenta disimular su estupidez de mil formas y no lo consigue. Bien, empiezas mañana.
Desde entonces, se quedó con nosotros como un hijo del lugar. Seis años trabajando codo a codo con los demás. Sí, era diferente, pero honrado, puntual, cumplidor… ¡Para mí, el mejor empleado de todos! Logró recuperar a su madre tras un ictus, aunque tuvimos que echarle una mano con las medicinas y los fisioterapeutas. Pero él lo hacía todo sin quejarse, ¡sin una sola palabra sobre lo difícil que era! La oficina entera le quería como a un hermano. Tanto, que lo engordamos de 75 kilos a 100. ¡Hasta nos parecíamos!
Bueno, me desvío… Anteayer, cuando entré en la oficina tras mucho tiempo sin pasar, mi asistente me soltó de golpe:
—¡Oleg se va! ¿Puedes convencerlo de que se quede? ¡No sabremos vivir sin él!
Me quedé de piedra. ¿Cómo que se va? ¿Adónde? ¿Por qué? Le pedí que lo llamara a mi despacho. Entró a los diez minutos, con la cabeza tan baja que casi se le clavaba el mentón en el pecho. No me miraba a los ojos…
—¡Oleg! ¿Qué pasa? ¿Algo no te gusta? ¿Alguien te ha hecho algo? Dime quién y lo despido ahora mismo.
—No, no, por favor, no… Los quiero a todos. Es que… bueno… es…
—Vamos, dilo de una vez. ¿Problemas con tu madre?
—No, con ella todo bien, gracias… Es que… ¡quiero casarme!
Ahí me quedé colgado, como un teléfono congelado. La pregunta obvia era: *¿Cómo que casarse?* Pero, ¿quién era yo para juzgar? Él era tan humano como yo, con sus mismos deseos… pero, joder, la noticia me dejó tenso.
—Bueno, es un paso importante. Espero que no solo tú quieras casarte, sino que tu futura esposa también esté de acuerdo… si es que ya tienes a alguien en mente.
—¡Sí, claro! Hace un año que me invita a vivir con ella… ¡en Suecia! Con mi madre. ¡Nos quiere a los dos!
¡Hostia! La cosa empezaba a gustarme cada vez menos… Un chico con autismo, su madre, y Suecia de pronto. Sonaba raro.
—Debe de ser una buena chica, si piensas irte con tu madre.
—¡Es preciosa, pelirroja y mucho más lista que yo! Ahora mismo te enseño una foto.
Y entonces sacó del bolsillo… ¡un iPhone 7! ¡Aluciné! Todos estos años había tenido un Nokia de los viejos, de esos que se abren, y por más que intentamos cambiárselo, no hubo manera. Hasta le regalamos un Samsung nuevo por su cumpleaños, y cuando me compré otro móvil, le di mi Sony Z3. Pero él seguía empeñado en su chisme. Lo entendíamos, no insistíamos. Pero de pronto… ¡un iPhone 7! Ni siquiera tuve tiempo de preguntar cuando él ya contestó:
—Me lo regaló Carolina. Y me mandó muchas fotos suyas para que no la extrañara…
En ese momento, mi cabeza era un torbellino de pensamientos oscuros. Esperaba ver a alguna rubia despampanante tipo Pamela Anderson en portada de revista. Pero lo que apareció en la pantalla me dejó mudo. Una chica pelirroja, con rasgos inconfundibles de aquel síndrome que todos conocemos.
Ellos no tienen la culpa de nacer con un cromosoma de más. Por lo demás, son como nosotros… y en algunas cosas, incluso mejores. ¡Al menos no nos tratan como imbéciles por tener uno menos! Aunque, pensándolo bien, tendrían todo el derecho. Pero en realidad, son gente encantadora, inocente. Y lo que más me gusta de ellos: ¡siempre sonríen! Para mí, sus sonrisas valen más que las falsas de la gente que te saluda mientras te maldice por dentro.
—¡Vaya bombón! Tienes mucha suerte. Si es como dices, como jefe no estoy contento de perderte… pero como persona, me alegro por ti. Si no te importa, llamaré a tu madre para confirmar detalles y os compro los billetes de avión. ¿Vale?
Oleg siempre fue sonriente, pero jamás lo había visto tan feliz. Solo por esa expresión, lo habría enviado a Brasil o donde fuera, sin importar el coste. Aplaudió como un niño, marcó el número de su madre en el iPhone y me pasó el teléfono. Y aquí viene lo mejor, lo que me hace creer que los autistas son más inteligentes que nosotros: me dio el móvil y salió de la habitación. Sabía que la conversación sería sobre él, pero también entendió que yo no podría hablar de él en tercera persona con él delante. ¿Quién de los “normales” haría eso? Nadie, más bien se quedarían escuchando a escondidas. Gente única. Inteligente. Educada.
¿Y por qué no iban a ser felices como los demás? Incluso diría que sus familias son más felices que las nuestras. Porque ellos no saben mentir, no gritan, pero sí saben amar y ser leales.
Entonces… ¿quién es más listo y quién más tonto? La respuesta está clara.
Hablé con su madre. Resulta que ya conocía bien a la chica y no había motivos para dudar. Mañana… bueno, hoy mismo, a las ocho de la mañana, llevaré a mi ex empleado y a su madre al aeropuerto. Su vuelo a Estocolmo sale a las 11:25. Serán felices allí, y yo lo seré aquí por ellos. Pero en marzo, si todo va bien, volaré a Suecia para asistir a la boda de mi empleado más brillante… en todos los sentidos.
Cuando ves a gente así, no te duele el tiempo, ni el dinero, ni el esfuerzo. Harías lo que fuera por hacerles la vida un poco mejor. Y luego miras a tu alrededor y ves a los que confunden tu bondad con debilidad y te escupen en el alma. Esos… esos ya ni los ves. Se vuelven invisibles. Por suerte, la gente buena sigue ganando. Por eso este maldito planeta sigue girando.
Voy a preparar una cafetera entera… no sea que me duerma y pierda el vuelo.
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