— «¡Devuélveme todo lo que te regalé!» — exigió Manuel, irrumpiendo en la habitación.
— «¿Qué?!» — preguntó sorprendida Clara, levantándose de un viejo sillón. Acababa de regresar de correr, vestía mallas deportivas y una camiseta ligera, y su aspecto delataba un ligero cansancio.
Manuel frunció el ceño y cruzó los brazos sobre el pecho. En su voz resonaba una clara furia:
— «Te lo dije: devuélveme todo lo que te he regalado. No lo mereces».
Clara se quedó atónita. No hace mucho, parecían ser la pareja perfecta —al menos, así lo creían los que los rodeaban. Su historia había comenzado dos años atrás en un pequeño bar, al que Clara había entrado tras sus clases en la universidad. En ese momento, ella era estudiante de tercer año de la facultad de literatura, soñando con una carrera en la escritura y dando sus primeros pasos escribiendo cuentos. Manuel trabajaba como informático en una empresa importante, lucía un reloj caro y daba la impresión de ser un hombre seguro de sí mismo.
— «Es raro que no nos hayamos encontrado antes», — sonrió él mientras servía sidra de una botella aquella noche en que se conocieron.
— «No lo sé, normalmente no vengo aquí. Una amiga me arrastró… pero ella ya se ha ido», — confesó Clara.
Sus charlas fluían con facilidad en aquellos días —desde novedades literarias hasta política. Manuel la impresionaba con su atención y seguridad, y Clara sentía que su calma era a la vez atractiva y un poco aterradora.
No tenían un plan claro en sus citas. Manuel decía que estaba cansado de relaciones superficiales, mientras que Clara simplemente disfrutaba de la compañía. Él la invitaba a cafés, a veces hacía pequeños gestos como regalarle camisetas con el diseño de sus libros favoritos. Una vez le obsequió una edición especial de poemas de Lorca y Clara pensó que él la comprendía de una manera excepcional.
Manuel se consideraba mayor y más experimentado, por lo que repetía que debía «cuidar de ella». Clara lo encontraba entrañable. Le daba dinero para el taxi, le compraba ropa cara «a su gusto». Poco a poco, comenzó a acostumbrarse a su generosidad, sin sospechar que un día podría exigirlo todo de vuelta.
Solo había pasado un mes desde su ruptura. Clara pensaba que la separación había sido pacífica. Manuel recogió sus cosas, dejando frente a su puerta una bolsa con vajilla y otros objetos que ella le había prestado. Pero no hubo mención de un «devolver regalos» en sus últimos intercambios.
Y ahora él estaba frente a ella, mirándola fijamente, y pronuncia esas palabras: «¡Devuélveme todos los regalos — no los mereces!».
— «Manu, tranquilízate», — intentó calmarlo Clara. — «¿De qué hablas? ¿Qué regalos? Tú mismo los regalaste…».
Él levantó la barbilla con orgullo:
— «Sí, los regalé. Pero entonces creía que estábamos juntos, que había un lazo real entre nosotros. Y ahora… ¡he descubierto que ya has estado saliendo con otros!».
Clara no podía creer lo que oía:
— «¿Con otros? ¿De dónde sacas eso? Y aunque así fuera, ya no somos pareja. Tengo derecho a vivir mi vida».
— «Claro, claro», — acotó Manuel con sarcasmo. — «Pero ya que has encontrado un reemplazo tan rápidamente, ¿por qué no me devuelves el reloj que te regalé por nuestro aniversario? Y el portátil que pagué… Recuerdas aquel vestido de una marca italiana? Y…».
— «Espera», — lo interrumpió Clara. — «¿De verdad quieres que te devuelva todas esas cosas solo porque hemos terminado?!».
Manuel asintió fríamente:
— «Sí. No lo mereces. Ya no eres mi novia. Si has decidido empezar de nuevo, que los regalos regresen a quien los pagó».
Clara se giró hacia la ventana. Quería reírse, pero la indignación se acumulaba en su interior. Por un lado, sabía que legalmente no tenía que devolver nada. Por otro, estaba frente a un extraño, cuyos ojos brillaban con una mezcla de rencor infantil y egoísmo.
— «¿Es decir, piensas que todo lo que me regalaste son inversiones y ahora quieres reclamarlos?», — preguntó, intentando mantener la calma.
— «No lo dije así. Pero si consideras que tienes razón tras nuestras discusiones, ¿qué necesidad tienes de mis cosas? Que tu nuevo admirador te las compre, si lo encuentras», — añadió con veneno en su voz.
Clara sintió que las mejillas se sonrojaban de indignación. Era evidente que Manuel había venido a humillarla, a hacerla sentir culpable. Pero, ¿por qué tenía que justificarse?
— «Mi nuevo admirador no es tu asunto — dijo, tomando aire. — Y en cuanto a los regalos… ¿Realmente quieres que te los devuelva? Bien…».
— «Sí, quiero», — repitió él, aunque en su voz había un leve rastro de inquietud; no esperaba que ella aceptara tan rápido.
Mientras Clara reunía sus pensamientos, recordaba sus últimos días juntos. Todo había comenzado con una pequeña discusión cuando ella anunció que iría al mar con sus amigas. Manuel respondió de manera fría: «¿Por qué necesitas a esas amigas? ¿Por qué no podemos descansar juntos?». Esa noche, la conversación se tornó en un gran conflicto donde sacaron a relucir todas las frustraciones acumuladas. Manuel le reprochó que no prestaba suficiente atención a la casa y que estaba demasiado ocupada con sus sueños. Clara, a su vez, lo acusaba de controlar y no respetar su espacio personal.
La pelea continuó. Manuel hizo comentarios despectivos sobre su educación, y Clara respondió: «Tu carácter se ha vuelto insoportable. Me voy». Se separaron ese mismo día, acordando «seguir siendo amigos», aunque en la práctica, las cosas resultaron muy distintas.
Clara miró a Manuel. Él peinó su cabello hacia atrás y torció los labios con nervios:
— «Entonces, ¿me traes todo o tengo que buscar en tu casa?».
— «No vas a buscar», — dijo Clara de manera brusca. — «Quédate en el sofá si quieres. Ya lo recojo todo».
Entró en su habitación, encendió la luz y miró alrededor. «¿Qué me regaló?», — pensó. El reloj estaba en una caja, el portátil sobre la mesa, el vestido colgaba en el armario, la pulsera reposaba en su estuche… Y también las zapatillas, el bolso y muchas otras cosas. «Está bien, te haré una sorpresa», — decidió Clara.
Mientras colocaba los regalos en una bolsa, sentía una combinación de resentimiento y satisfacción. No quería conservar esas cosas como recordatorio de Manuel. «Tómalo, si tanto lo necesitas. Sin ellas, me las puedo arreglar», — se dijo a sí misma.
Cuando Clara salió con la pesada bolsa, Manuel solo lanzó una mirada:
— «¿Es todo?».
— «Puede que no, pero empecemos con esto», — respondió.
Manuel comenzó a revisar el contenido de la bolsa, como un auditor en una revisión. Primero sacó el vestido, inspeccionó la etiqueta y resopló:
— «Dudo que lo hayas usado siquiera una vez. Bueno, lo lavarás, tal vez lo venda».
Clara guardaba silencio al observar la escena. Luego, él sacó el bolso, la pulsera… Finalmente, llegó al portátil, cuidadosamente empaquetado en su funda negra.
— «Esto es definitivamente mío. Yo lo pagué. Así que, como acordamos: devuélvemelo».
Clara asintió, manteniendo la calma. Pero por dentro, resonaba la pregunta: «¿Por qué es tan mezquino? ¿Solo por un deseo de venganza?».
Al fondo de la bolsa, estaban los relojes —el que decía: «Con mi querida Clara — juntos para siempre». Manuel lo tomó en sus manos, leyó la inscripción. Por un instante, vio una chispa de nostalgia en sus ojos, pero fue rápidamente reemplazada por desdén.
— «También es mío. La inscripción ya no tiene importancia», — dijo fríamente. — «¿Qué más queda?».
— «Parece que eso es todo», — respondió Clara con indiferencia. — «Si encontramos un bolígrafo, avisame, lo enviaré por correo. No hay nada más».
Manuel apretó la bolsa, que estaba a punto de reventar con todas las cosas. Esperaba llantos o súplicas por el portátil o el reloj. Pero Clara simplemente permanecía allí —tranquila y, parecía, incluso aliviada.
— «¿No protestas? ¿No intentas retenerlas?», — se sorprendió él.
— «¿Para qué? Esa es tu decisión — pedirlas de vuelta. La mía es entregarlas. No quiero recordatorios de quién te has convertido».
Él permaneció en silencio, luego preguntó:
— «El portátil te sirve para los estudios. Los estudios y todo eso…».
— «Me las arreglaré. Trabajaré y compraré uno nuevo. La libertad vale más que tus ‘regalos’».
Manuel resopló:
— «Bueno, así sea… Adiós. Veremos cómo vives sin todo esto».
Se dio la vuelta y bajó por la escalera (el ascensor no funcionaba). Clara cerró la puerta. Oksana dejó sus bolsas y corrió hacia su amiga:
— «¿Cómo estás? ¿No te duele la pérdida del portátil, el vestido? ¡Eso tiene valor!».
— «Es un poco doloroso, — admitió Clara. — Pero que se lo lleve. Quiero empezar de nuevo, sin su control. Que se queden todas las cosas impregnadas de su orgullo».
— «¡Eso es genial! Yo probablemente habría discutido, y tú simplemente dejaste ir. Significa que mereces algo mejor».
Clara esbozó una ligera sonrisa:
— «Veremos. Pero por ahora, vamos a hacer pizza. Luego, quizás llores un poco, pero no demasiado».
Entraron a la cocina, y Clara sintió que todo era más ligero que en los últimos meses.
Más tarde, su teléfono vibró. Un mensaje de un compañero de clase: «Oye, la próxima semana hay un evento literario. ¿Nos echas una mano con la decoración? Dicen que tienes buen gusto». Clara recordó su sueño —organizar encuentros literarios. Y ya tenía una oportunidad.
— «¡Oksana, me han invitado a decorar el salón para una velada poética! ¡Qué emocionante!».
— «¡Por supuesto, acepta! Es una gran oportunidad. Nuevas personas, contactos…».
Clara entendió: ahora era libre. Nadie volvería a dictarle cómo vivir.
Días después, mientras compraba unas deportivas en el centro comercial, reconoció una silueta familiar. Era Manuel con una rubia elegante frente a una joyería. Reían, conversando animadamente.
Clara sintió una punzada: «¿Una nueva pareja? ¿Pedirá de vuelta sus regalos también?», pensó irónicamente.
Intentó esconderse, pero Manuel la vio. Se detuvo por un instante, luego giró la vista y continuó hablando. Clara sintió que no le importaba. Solo había una suave fatiga y una certeza: «Nuestra historia ha terminado. Y eso es lo mejor».
Al día siguiente, sonó el teléfono. Era la madre de Manuel —María Pérez, a quien Clara siempre había respetado por su amabilidad.
— «Hola, Clara. Perdona que te moleste, pero no entiendo nada de lo que ha pasado entre ustedes… Ayer Manuel vino a casa con una bolsa llena de tus cosas y dijo que habían roto, y que estaba ‘devolviendo regalos’. ¿Qué significa eso? ¿Por qué te las trajo a mí?».
Clara suspiró:
— «Hola, María. Sí, hemos terminado. Él quiso que le devolviera todo lo que alguna vez me regaló. Yo recolecté todo y se lo di. Supongo que ahora te las ha traído. No sé qué planea hacer con ellas. Tal vez las venda…».
— «Ay, niña, qué tonto… Lo siento», — suspiró la madre de Manuel. — «Intento hablar con él, pero se mantiene firme. Me duele. Eres una chica maravillosa. Me encariñé contigo, pensaba que se casarían…».
Clara sintió un nudo en el pecho:
— «María, gracias por tus palabras. Pero, lamentablemente, no hemos podido entendernos. Su comportamiento… es extraño, por decirlo suavemente. Aunque quizás sea lo mejor. No quiero regresar a esa relación. Todo ha terminado».
— «Lo entiendo, — respondió la mujer con suavidad. — Si necesitas ayuda o quieres recoger algo que no te atreviste a decirle, siempre puedes llamarme. Realmente lo siento».
Clara le agradeció y se despidió. Tras colgar, se quedó un buen rato mirando la pared. Era evidente que a Manuel le faltaba madurez para mantener una relación sana. Había elegido el camino de la venganza. «No voy a sufrir por esto», — decidió con firmeza.
Una semana después, Clara se sumergió por completo en la preparación del evento poético en la universidad. Le confiaron la decoración y el guion de la introducción. Corrió por tiendas buscando telas, coordinando con un artista para el banner, eligiendo música. Dentro de ella despertó una energía sorprendente. La ruptura y la devolución de los regalos parecían haberla liberado de las constantes presión y reproches de Manuel.
La velada fue un gran éxito —la decoración y el guion recibieron muchos elogios. Clara sintió una chispa de inspiración que había estado dormida. Al final del evento, uno de los poetas invitados, un chico joven llamado Javier, se le acercó:
— «Clara, ¿verdad? Gran idea con las farolas en el escenario y la pausa musical. Muy acogedor. ¿También escribes poesía?».
Se sonrojó:
— «A veces lo intento, pero no se lo muestro a nadie».
— «Qué pena. Sería interesante leerlas. Si quieres compartir, mándame un mensaje», — dijo él, entregándole una tarjeta.
Clara la tomó de forma mecánica y sonrió. «Una nueva etapa comienza», — pensó.
A la mañana siguiente, sonó el timbre. En la puerta, había un mensajero con una caja. Clara la llevó adentro y descubrió que contenía su conocido portátil, cuidadosamente guardado en su funda. Junto a él había una nota: «Devuélvelo, no lo necesito. Usa tus textos como quieras. Manuel».
Clara sacudió la cabeza y sonrió amargamente: «Parece que decidió que venderlo es complicado, o que necesita el dinero. O tal vez su madre le aconsejó devolverlo. Bueno, al menos así».
Oksana, a quien Clara escribió de inmediato, le sugirió: «Si no quieres quedarte con algo que te devolvió, puedes venderlo y comprar uno nuevo. Pero si lo necesitas para trabajar, quédatelo».
Clara pensó y decidió: «Lo consideraré como una herramienta sin alma. Ya no hay ataduras emocionales».
Pasó un mes. Clara estaba involucrada en la organización de eventos culturales, había realizado una pasantía en un centro creativo. Sus primeros ingresos, aunque modestos, le permitían vivir. Compró un reloj, unas zapatillas cómodas, y se inscribió en un curso de edición literaria.
Una tarde, mientras tomaba té en una cafetería con Oksana, su teléfono sonó. En la pantalla aparecía el nombre «Manuel». Clara miró a su amiga, que encogió los hombros: «Contesta, quién sabe».
— «¿Aló?» — dijo Clara.
— «Hola…» — La voz de Manuel sonaba cansada. — «Quería saber cómo estás. ¿Todo bien?».
Clara cerró los ojos y exhaló suavemente. En su mente volvieron a resonar las palabras: «¡Devuélveme todos los regalos — no los mereces!». Pero ahora solo sentía un leve atisbo de compasión.
— «Todo bien, Manuel. Estoy ocupada con mis estudios y mi trabajo. ¿Y tú?».
— «Así, en lo habitual. Escucha, entiendo que no me comporté bien. Discúlpame, si puedes», — dijo él con voz suave. — «No querría perder el contacto contigo de forma definitiva».
— «Bueno… acepto tus disculpas, pero ya no es posible volver al pasado. No alarguemos esta historia. Cada uno tiene su camino», — respondió Clara con calma.
Manuel guardó silencio durante unos segundos:
— «Entendido… Quizás, algún día, al menos nos veamos como viejos conocidos».
— «No creo que eso sea necesario. Te deseo lo mejor», — dijo Clara y terminó la conversación, sin un atisbo de culpa.
Colocó el teléfono sobre la mesa y sonrió a Oksana. Su amiga, al leer en sus ojos que la conversación había terminado, preguntó:
— «¿Qué quería?».
— «Parece que se arrepiente de lo que hizo. Pero no quiero regresar al pasado. Todo ha terminado», — respondió Clara en voz baja, sintiendo una agradable libertad.
Un camarero se acercó para tomar el pedido de postres. Clara pensó que la vida avanzaba y que ella misma elegía su dirección. Ahora ningún «regalo» del pasado podría dictarle condiciones.
Seis meses después, Clara se graduó de la universidad, continuó trabajando en el centro cultural y publicó su primera colección de ensayos en una revista en línea. Alquiló un pequeño y acogedor apartamento, decorándolo solo con aquellas cosas que consideraba necesarias. Un día, al mudarse, encontró una caja con la pulsera que él le había regalado (que Manuel también había devuelto a través de su madre). Clara sonrió recordando el inicio de su historia.
Pero esos sentimientos mixtos no duraron mucho. Puso el objeto de nuevo en la caja y se puso a ordenar sus libros. «Que el pasado se quede atrás», — decidió. En el fondo, sabía que había tomado la decisión correcta al renunciar a esos «regalos», pero había conservado lo más importante: su dignidad y su capacidad para seguir adelante.
Ahora, si alguien dijera: «Devuélveme todo lo que te regalé», — sabía cómo responder. Esa respuesta no se refería a objetos materiales, sino a la persona en la que se había convertido: alguien a quien ninguna venganza del pasado podría impedir ser feliz.
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