**El Vestido de la Suegra**

Sentí que algo no iba bien en cuanto crucé la puerta del restaurante. Algo estaba fuera de lugar: demasiado silencioso para un viernes por la noche, la luz demasiado tenue, el maître sonriendo con demasiada formalidad. Javier, sin embargo, parecía actuar con normalidad, aunque noté un ligero temblor en los dedos que apretaban mi mano.

—Su mesa—, anunció el maître al apartar una silla, y me quedé helada frente a la entrada de una pequeña sala VIP.

Cientos de velas parpadeaban en la penumbra, proyectando sombras caprichosas sobre el mantel blanco. En el centro de la mesa, un jarrón con rosas granate —mis favoritas— dominaba el ambiente. Una música suave flotaba en el aire.

—Javier—, susurré, —¿qué está pasando?

En lugar de responder, se arrodilló. Entre sus dedos temblorosos brilló un anillo.

—Lucía Fernández—, dijo con solemnidad, —he pensado mucho en cómo hacer este momento especial. Pero luego entendí que no importa el dónde ni el cómo. Solo importa una cosa: ¿aceptas ser mi esposa?

Miré su rostro emocionado, el mechón rebelde cayendo sobre su frente, su sonrisa tímida, y sentí que el corazón se me llenaba de una ternura indescriptible.

—Sí—, musité. —Claro que sí.

El anillo deslizó sobre mi dedo. Me abracé a Javier, inhalando el familiar aroma de su colonia, y pensé: esto es la felicidad. Simple y clara, como un día de sol.

Pero una semana después, nuestra tranquilidad comenzó a resquebrajarse.

—¿Cómo que solos?— protestó Marta Jiménez, arreglándose el impecable peinado con nerviosismo. —¡No, eso no puede ser! Una boda es algo serio, requiere experiencia, sabiduría femenina. Mira, ya he mirado un restaurante maravilloso…

—Mamá—, interrumpió Javier con suavidad, —agradecemos tu ayuda, pero queremos organizarlo nosotros.

—¿Ustedes?— Marta alzó las manos al cielo. —¡Pero si no tienen idea! Mi sobrina Carla, cuando se casó…

Yo observaba en silencio cómo mi futura suegra recorría el salón de nuestro piso. Hablaba sin parar: de tradiciones, de lo que era “apropiado”, de la importancia de “no dar mala imagen ante los demás”. Mientras, lanzaba miradas rápidas y evaluadoras a nuestro mobiliario, como si ya estuviera planeando qué cambiar.

—Mamá—, insistió Javier con un tono más firme, —ya hemos elegido el restaurante. “La Palmera Real”, ¿lo conoces?

Marta torció el gesto como si le doliera una muela. —¿”La Palmera Real”? ¿Ese sitio moderno? ¡Ni hablar! Tiene que ser “El Rincón de los Nobles”. ¡Tiene unas lámparas espectaculares, un servicio impecable! Y el gerente es un viejo amigo mío…

—Mamá—, la voz de Javier se tornó metálica, —nosotros pagamos nuestra boda. Y la celebraremos donde queramos.

Marta se calló de golpe. Apretó los labios, levantó la barbilla:

—Bien, como quieran. Pero no digan después que no les advertí.

Se marchó, dejando tras de sí un rastro de perfume caro y la sensación de una tormenta que se avecinaba.

—Perdón—, sonrió Javier al abrazarme con aire culpable. —Es que a veces se emociona demasiado.

Yo no contesté. Una vocecilla dentro de mí susurraba: esto solo es el principio.

Y así fue.

Las semanas siguientes se convirtieron en una sucesión interminable de discursos, indirectas y quejas veladas. Marta encontraba fallos en todo: desde los arreglos florales hasta la disposición de las mesas.

—¿Peonías rosas?— movía la cabeza con desaprobación. —¿En septiembre? No, solo calas blancas. Y el arco floral debe ser más elegante. ¡Y los músicos! ¿En serio van a contratar a ese grupo amateur? Tengo un cuarteto exquisito del conservatorio…

Intenté aguantar. Solo el apoyo de mi madre, Sofía Martín —serena y sensata— me mantenía en pie.

—No le des importancia—, me decía cuando iba a llorar a su hombro, agotada por otra batalla nupcial. —Tú eres la novia, tú decides. A tu suegra le cuesta aceptar que su hijo ha crecido.

Pero la tormenta definitiva llegó con el pastel.

—¡Pero mirad esto!— Marta agitaba un catálogo de la pastelería. —¿Tres pisos? ¿Dónde están las rosas de azúcar? ¿Y las figuritas de los novios? —Mamá—, dijo Javier, exhausto, —queremos algo sencillo y elegante. Nada recargado.

—¿Sencillo?— su voz tembló. —¿Quieres humillar a tu madre delante de toda la ciudad? ¡Que la gente murmure: “el hijo del arquitecto jefe, con un pastel de cafetería”!

No pude más:

—Marta, hablemos claro. Es nuestra boda. No la suya.

Un silencio helado llenó la habitación. Marta palideció, después enrojeció y se levantó bruscamente:

—Ya veo que sob—Muy bien—, dijo con voz tensa,—hagan lo que quieran, pero no cuenten conmigo.


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