Victoria caminaba lentamente por la calle, arrastrando los pies como un autómata. El día había sido agotador: dos reuniones interminables, un conflicto con un proveedor, informes que tuvo que rehacer por un error del becario. Al caer la tarde, le zumbaba la cabeza y los pensamientos se le enredaban. Solo deseaba una cosa: llegar a casa, quitarse los incómodos zapatos, darse una ducha caliente y hundirse en el sueño.
El móvil vibró en su bolso. Con gesto cansino, lo sacó, imaginando que sería su marido, Víctor, preguntando qué preparar para la cena. Al ver la pantalla, se sorprendió al reconocer un número desconocido. Normalmente ignoraba las llamadas de números no guardados, pero algo en su interior le dijo que debía contestar.
«¿Diga?», murmuró con voz agotada, sin dejar de caminar hacia casa.
«¿Dónde te metes, zorra? ¡Llevamos una hora plantados en tu portal, que nos morimos de hambre!», estalló una voz áspera al otro lado.
Victoria se detuvo en seco, como si hubiera chocado contra un muro invisible. La gente seguía pasando a su alrededor, ajena a su conmoción. Aquella voz—áspera, con ese deje inconfundible—pertenecía a la tía de su marido, Matilde.
«¿Perdón?», preguntó, esperando haber entendido mal.
«¿Qué pasa, que no oyes?», resopló Matilde, irritada. «¡Hemos venido! Estoy con tu suegra y con Rodrigo. ¿Es que se te ha olvidado?»
Victoria frunció el ceño, intentando recordar qué había podido olvidar. No era ningún cumpleaños, ninguna celebración. Nadie le había avisado de la visita.
«Matilde, lo siento, pero no sabía que veníais», respondió con cautela.
«¿Que no lo sabías? ¡Esto lo hablamos con Víctor hace una semana! Él tenía que decírtelo.»
Respiró hondo. Magnífico. Otro «detallito» de su encantador esposo. Víctor tenía una habilidad especial para «olvidarse» de comunicarle cosas importantes, así evitaba responsabilizarse.
«Víctor no me ha dicho nada», afirmó con firmeza. «He tenido que quedarme tarde en el trabajo. Llegaré en cuarenta minutos.»
«¿Cuarenta minutos?», chilló Matilde, sin disimular su indignación. «¡Estamos muertos de hambre y cansados del viaje! ¿No puedes venir antes?»
Notó cómo la irritación crecía dentro de ella. Sus parientes políticos aparecían sin avisar, la insultaban, exigían que abandonara todo para correr a darles de comer… Una idea relampagueó en su mente: «¿Y si hoy me hubiera quedado en casa de mi amiga? ¿O si me hubiera ido de viaje de trabajo?»
«Oiga, no tenía ni idea de que veníais», replicó, esforzándose por mantener la calma. «Necesito tiempo para llegar.»
«¡No podemos esperar!», bufó Matilde. «¡Rodrigo está que se sube por las paredes del hambre!»
Rodrigo, el primo de su marido, un tipo de treinta y cinco años que seguía viviendo con su madre y no era capaz de freírse un huevo.
«¿Dónde está Víctor?», preguntó Victoria, sintiendo cómo la rabia hervía dentro de ella.
«¿Y yo qué sé? No coge el teléfono. Seguro que se ha entretenido», espetó Matilde con impaciencia. «¿Vienes o no?»
Colgó sin despedirse. El corazón le latía con fuerza. Marcó el número de su marido. Tonos de llamada, luego el buzón de voz. Lo intentó de nuevo. Nada. Sabía ese truco: Víctor evitaba coger el teléfono cuando intuía una conversación incómoda.
«Así que lo sabe perfectamente», pensó. «Y se esconde como un cobarde. Como siempre, deja que yo cargue con el marrón.»
El móvil volvió a sonar. Esta vez era su suegra, Carmen.
«Viqui, cariño, ¿vas para casa?», la voz de Carmen rezumaba falsa dulzura. «Aquí nos estamos helando, y Matilde ya está que trina.»
«Carmen, perdone, pero no sabía que iban a venir», dijo, intentando mantener un tono amable. «Víctor no me ha dicho nada.»
«¿En serio?», fingió sorpresa. «¡Él me juró que lo había hablado contigo! Bueno, cosas que pasan. Date prisa, cielo. Matilde se pone insoportable cuando tiene hambre.»
Cerró los ojos, contando hasta diez mentalmente. Siempre lo mismo: esperaban que ella dejara todo para solucionar un problema que ni siquiera había creado.
«¿Por qué tengo que pagar yo los platos rotos de los demás?», pensó. «¿Por qué esto se considera normal?»
De pronto, entendió que su enfado no iba dirigido tanto a ellos como a la situación en sí. A que dieran por sentado que ella debía correr a servirles.
«Carmen, voy para casa, pero no esperen que llegue y me ponga a cocinar», dijo con firmeza. «Estoy agotada, he tenido un día durísimo. Si tienen hambre, hay un bar cerca de casa.»
«¿Cómo dices, Viqui?», la voz de Carmen goteaba falsa ofensa. «¿Ir a un bar? ¡Si somos familia! Además, Rodrigo es alérgico a la comida de bares.»
«¿En serio?», pensó con sarcasmo, recordando cómo Rodrigo engullía hamburguesas la última vez como si no hubiera comido en una semana.
Sabía perfectamente que los parientes de Víctor estaban acostumbrados a que todo girara en torno a ellos. En el cielo, las nubes oscuras se acumulaban. Se acercaba una tormenta, y solo de pensarlo, una fatiga profunda la invadió.
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué debía correr a casa para satisfacer los caprichos de gente que ni siquiera se molestó en avisar? ¿Por qué Víctor, cobarde, no cogía el teléfono y la dejaba sola frente al problema?
«¿Y por qué no?», una idea audaz cruzó su mente.
Victoria giró sobre sus talones y tomó la dirección contraria a su casa. A la vuelta de la esquina había una cafetería acogedora que servía una pasta carbonara divina y un tiramisú que llevaba tiempo queriendo probar. Empujó la puerta con decisión y eligió una mesa junto a la ventana.
«Buenas noches», la camarera le sonrió. «¿Qué va a tomar?»
«Pasta carbonara y una copa de vino blanco», de pronto, se dio cuenta de lo hambrienta que estaba. «Y de postre, el tiramisú, por favor.»
Apenas hizo el pedido, el móvil vibró de nuevo. Matilde. Rechazó la llamada. Un minuto después, otra. Esta vez, Carmen. Luego, un mensaje de Víctor: «¿Dónde estás? Mamá dice que no coges. Están esperando en el portal.»
Esbozó una sonrisa irónica. Ahí estaba su marido, apareciendo cuando el asunto se ponía feo.
«Me he quedado tarde en el trabajo. Llegaré más tarde», respondió lacónicamente y silenció el teléfono.
La camarera trajo el vino. Dio un sorbo y notó cómo la tensión comenzaba a ceder. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de malo que esperaran un poco? ¿O que resolvieran solos su problema? El mundo no se iba a acabar por eso.
El móvil, en silencio, seguía vibrando con llamadas. Lo apagó sin vacilar. Por primera vez en mucho tiempo, sintió algo extraño: una mezcla de culpa y libertad. Recordó las palabras de su amiga: «Siempre asumes problemas ajenos que acaban siendo tuyos.»
Qué pena que solo ahora empezara a comprender cuántas veces había permitido que la manipularan. Toda esa carrera por responder al primer llamado, disculpar errores ajenos, complacer a todos… ¿Para quéVictoria terminó su tiramisú con calma, saboreando no solo el postre sino también la dulce sensación de haber puesto sus necesidades primero por una vez.
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