Victoria caminaba lentamente por la calle, arrastrando los pies como un autómata. El día había sido interminable: dos reuniones, un conflicto con un proveedor, informes que tuvo que rehacer por culpa de un becario. Al anochecer, su cabeza era un bombo y los pensamientos se enredaban. Solo anhelaba una cosa: llegar a casa, quitarse esos zapatos incómodos, darse una ducha caliente y hundirse en el sueño.

El teléfono vibró en su bolso. Con desgana, lo sacó, esperando que fuera su marido, Pablo, preguntando qué preparar para la cena. Al mirar la pantalla, se sorprendió al ver un número desconocido. Normalmente, no contestaba llamadas de extraños, pero algo le decía que debía responder.

—¿Diga? —murmuró Victoria, sin dejar de caminar hacia casa.

—¿Dónde demonios andas, borrega? Llevamos una hora plantados frente a tu portal, que nos morimos de hambre —rugió una voz bronca al otro lado.

Victoria se detuvo en seco, como si hubiese chocado con un muro invisible. La gente la esquivaba, ajena a su conmoción. Aquella voz áspera, cargada de ese deje impaciente… Solo podía ser la tía de su marido, Mati.

—¿Perdón? —repitió Victoria, esperando haber entendido mal.

—¿Es que estás sorda? —bufó Mati—. ¡Que hemos venido! Yo, tu suegra y el Sergi. Una hora esperando, ¿es que se te ha olvidado?

Victoria frunció el ceño, rebuscando en su memoria. No había celebraciones ni cumpleaños. Nadie le había avisado de esta visita.

—Mati, lo siento, pero no sabía que vendríais —dijo con cautela.

—¿Cómo que no? —chilló la mujer—. ¡Lo acordamos con Pablo hace una semana! Él debió decírtelo.

Victoria respiró hondo. Otro “olvido” estratégico de su marido. Pablo tenía la costumbre de “despistarse” con los detalles que implicaban responsabilidad.

—Pablo no me dijo nada —respondió firme—. He tenido un día largo, llegaré en cuarenta minutos.

—¿Cuaren-ta? —Matilde casi escupe la palabra—. ¡Nos derretimos aquí, muertas de hambre! ¿No puedes apretar el paso?

El enfado le subía como la espuma. Familiares que aparecían sin avisar, la insultaban y exigían que dejara todo para servirles… Una idea cruzó su mente: *”¿Y si hoy me hubiera quedado en casa de Clara? ¿O de viaje de trabajo?”*

—Mira, no estaba al tanto —dijo, conteniendo la irritación—. Dadme tiempo para llegar.

—¡No tenemos todo el día! —espetó Mati—. ¡El Sergi está que trina!

Sergi, el primo de Pablo, un treintañero que aún vivía con su madre y quemaba hasta el agua hirviendo.

—¿Y Pablo? —preguntó Victoria, sintiendo hervir la sangre.

—¡Qué sé yo! No coge el teléfono. Seguro que se retrasa —refunfuñó Mati—. ¿Vienes o no?

Victoria colgó sin despedirse. El corazón le latía a mil. Marcó el número de Pablo. Tonos, luego el buzón. Lo intentó de nuevo: nada. Conocía ese truco: Pablo esquivaba las llamadas cuando anticipaba problemas.

*”Así que lo sabía —pensó—. Y me ha dejado sola, como siempre.”*

El teléfono sonó otra vez. Ahora era su suegra, Carmina.

—Viqui, cariño, ¿falta mucho? —dulzón como el sirope—. Aquí nos helamos, y la Mati está que echa chispas.

—Carmina, perdone, pero no me avisaron —contestó Victoria, forzando un tono amable—. Pablo no me dijo nada.

—¿En serio? —fingió sorpresa—. ¡Él juró que te lo había comentado! Ay, cosas que pasan… Date prisa, cielo. La Mati sin comer es un demonio.

Victoria cerró los ojos, contando hasta diez. Siempre igual: ella debía resolver problemas ajenos.

*”¿Por qué he de ser yo la que asuma su irresponsabilidad?”*

De pronto, entendió que su rabia no era por ellos, sino por la situación. Por esa normalidad de que ella debía correr a servirles.

—Carmina, voy para allá, pero no esperen que llegue y cocine al instante —afirmó—. Estoy agotada. Si tienen hambre, hay un bar junto al edificio.

—¿Un bar? —se ofendió Carmina—. ¡Pero si somos familia! Además, al Sergi le sienta fatal la comida de esos sitios.

Victoria casi soltó una carcajada. Recordó a Sergi devorando una hamburguesa doble como si no hubiera mañana.

Sabía que la familia de Pablo daba por sentado que el mundo giraba en torno a ellos. El cielo se oscurecía. Una tormenta se acercaba, y solo pensarlo la agotó.

¿Por qué debía correr para satisfacer caprichos de quienes ni siquiera avisaron? ¿Por qué Pablo se escondía como un cobarde?

*”¿Y si no lo hago?”*

Victoria giró y tomó dirección opuesta a casa. A la vuelta de la esquina había una pequeña taberna con una pasta alla carbonara sublime y un tiramisú que llevaba meses queriendo probar. Empujó la puerta y eligió una mesa junto al ventanal.

—Buenas tardes —sonrió la camarera—. ¿Qué va a ser?

—Carbonara y una copa de vino blanco —sintió el hambre de golpe—. Y de postre, tiramisú.

El teléfono vibraba de nuevo: Mati. Ignoró la llamada. Luego Carmina. Luego un mensaje de Pablo: *”¿Dónde estás? Mamá dice que no contestas. Están esperando.”*

Victoria esbozó una sonrisa. Ahora aparecía el marido, cuando la cosa se ponía fea.

*”Me he entretenido en el trabajo. Llego tarde”*, respondió secamente y silenció el móvil.

La camarera trajo el vino. Un sorbo, y la tensión empezó a ceder. ¿Qué podía pasar si esperaban? ¿Si resolvían sus asuntos solos? El cielo no se caería.

Las llamadas seguían. Victoria apagó el teléfono. Por primera vez en años, sintió una mezcla rara: culpa y libertad. Recordó las palabras de su amiga Lucía: *”Siempre te haces cargo de problemas ajenos que acaban siendo tuyos.”*

La pasta estaba deliciosa. O quizá era esa libertad recién descubierta. Tomó su tiempo: plato principal, postre, café. Una nimiedad, pero el pecho se le aligeró.

Al volver a casa, esperaba gritos, pero solo halló silencio. Junto a la puerta, dos tuppers vacíos tirados como basura. *”Vaya, al final consiguieron comida… y me ‘agradecieron’ a su manera.”*

En el salón, Pablo fingía interés en la tele. Al verla, se tensó.

—Por fin —gruñó, pero sin convicción.

Victoria se despojó del abrigo en silencio. Al encender el móvil, resopló: decenas de llamadas perdidas, mensajes iracundos. Carmina apelaba a la lástima (*”Viqui, ¿cómo pudiste hacernos esto?”*), mientras Mati optaba por la furia (*”¡Desalmada! ¡Nos fuimos con el estómago vacío!”*).

—¿Viste lo que escribieron? —Pablo señaló el móvil—. Mamá llamándome cada cinco minutos. ¿Sabes cómo me sentí al llegar y verlos como mendigos en el banco?

Victoria lo observó. Pablo estaba alterado, pero también… asustado.

—Te pasaste… Son familia… —murmuró sin convencimiento.

Victoria se reclinó en el sofá, disfrutando del silencio por primera vez en años, mientras Pablo, aún aturdido, se preguntaba cuándo había dejado de reconocer a la mujer con la que se había casado.


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