Victoria caminaba lenta por la calle, arrastrando los pies como un autómata. El día había sido interminable: dos reuniones, un conflicto con un proveedor, informes que tuvo que rehacer por culpa de un becario. Al caer la tarde, su cabeza zumbaba y los pensamientos se le enredaban. Solo anhelaba una cosa: llegar a casa, quitarse los incómodos zapatos, darse una ducha caliente y hundirse en el sueño.
El teléfono vibró en el bolso. Victoria lo sacó con fastidio, imaginando que sería su marido, Álvaro, preguntando qué preparar para la cena. Al mirar la pantalla, se sorprendió al ver un número desconocido. Normalmente no contestaba llamadas extrañas, pero algo le decía que debía responder.
—¿Sí? —dijo con cansancio, sin dejar de caminar hacia casa.
—¿Dónde te metes, borrega? Llevamos una hora esperando frente a tu portal, ¡que nos morimos de hambre! —rugió una voz áspera al otro lado.
Victoria se detuvo en seco, petrificada en mitad de la acera. La gente la esquivaba, ajena a su congelación. Aquella voz— cortante, cargada de ese deje inconfundible— pertenecía a la tía de Álvaro, Pilar.
—¿Perdone? —repitió, esperando haber oído mal.
—¿Es que estás sorda? —resopló la mujer con irritación—. ¡Hemos venido! Yo, tu suegra y Sergio. ¡Una hora plantados aquí! ¿Es que se te ha olvidado?
Victoria frunció el ceño, tratando de recordar qué podía haber olvidado. No era ningún cumpleaños ni celebración. Nadie le había avisado de esta visita.
—Pilar, lo siento, pero no sabía que vendríais —respondió con cautela.
—¿Cómo que no? —estalló la mujer—. ¡Lo hablamos con Álvaro hace una semana! Él debía decírtelo.
Victoria respiró hondo. Perfecto, otra “sorpresa” de su encantador marido. Álvaro solía “olvidarse” de mencionar cosas importantes para evitar responsabilidades.
—Álvaro no me ha dicho nada —afirmó con firmeza—. He terminado tarde en el trabajo. Llegaré en cuarenta minutos.
—¿Cuarenta? —la indignación en la voz de Pilar era palpable—. ¡Estamos muertos de hambre y cansados del viaje! ¿No puedes darte prisa?
El enfado creció dentro de Victoria. ¿Llegan sin avisar, la tratan mal y encima exigen que corra? Una idea relampagueó en su mente: *¿Y si hoy me hubiera quedado en casa de una amiga? ¿O de viaje de trabajo?*
—Mire, no estaba al tanto de su visita —respondió, manteniendo la calma—. Denme tiempo para llegar.
—¡No tenemos todo el día! —bufó Pilar—. ¡Sergio está que se sube por las paredes!
Sergio, el primo de Álvaro, un tipo de treinta y cinco años que seguía viviendo con su madre y no sabía freírse un huevo.
—¿Dónde está Álvaro? —preguntó Victoria, sintiendo la rabia hervir.
—¿Y yo qué sé? No coge el teléfono. Seguro que se retrasa —espetó Pilar con impaciencia—. Bueno, ¿vienes o no?
Victoria colgó sin despedirse. El corazón le latía con fuerza. Marcó el número de Álvaro. Tonos largos, luego el buzón. Lo intentó de nuevo. Nada. Conocía ese truco: Álvaro evitaba contestar cuando anticipaba problemas.
*Así que lo sabe*, pensó amargamente. *Y se esconde como un cobarde. Como siempre, deja que yo cargue con el muerto.*
El teléfono volvió a sonar. Esta vez era su suegra, Carmen.
—Viqui, cariño, ¿cuándo llegas? —su voz era dulce como la miel—. Aquí nos estamos helando, y Pilar está que trina.
—Carmen, perdone, pero no sabía que vendrían —dijo Victoria, conteniendo el tono—. Álvaro no me avisó.
—¿En serio? —fingió sorpresa—. ¡Él juró que lo había hablado contigo! Bueno, cosas que pasan. Date prisa, cielo. Pilar es insufrible cuando tiene hambre.
Victoria cerró los ojos, contando hasta diez mentalmente. Otra vez lo mismo: esperaban que dejara todo para resolver una situación que ni siquiera había creado.
*¿Por qué tengo que pagar yo los platos rotos?* pensó. *¿Desde cuándo esto es normal?*
De repente entendió que su ira no era por los familiares, sino por la situación misma. Por esa costumbre de todos de exigir que corriera a servirles.
—Carmen, voy para casa, pero no esperen que llegue y cocine al momento —dijo con firmeza—. Estoy agotada. Si tienen hambre, hay un café cerca.
—Viqui, ¿qué dices? —la voz de Carmen goteaba falsa aflicción—. ¡Somos familia! Además, Sergito es alérgico a la comida de bares.
*¿En serio?* pensó Victoria con sarcasmo, recordando cómo Sergio devoraba hamburguesas la última vez.
Sabía que la familia de Álvaro estaba acostumbrada a que todos bailaran a su son. Las nubes se agrupaban amenazantes sobre los edificios. Una tormenta se acercaba, y el solo pensamiento la agotó.
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué tenía que apresurarse para satisfacer caprichos de gente que ni siquiera se molestó en avisar? ¿Por qué Álvaro, cobarde, no cogía el teléfono?
*¿Y si…?* Una idea audaz cruzó su mente.
Victoria giró y tomó dirección contraria a casa. A la vuelta de la esquina había un acogedor café donde servían una pasta divina y un tiramisú que llevaba tiempo queriendo probar. Abrió la puerta con decisión y eligió una mesa junto a la ventana.
—Buenas tardes —sonrió la camarera—. ¿Qué van a tomar?
—Unos espaguetis carbonara y una copa de vino blanco —de pronto, sintió el hambre—. Y de postre, el tiramisú.
El teléfono volvió a sonar: Pilar. Lo rechazó. Un minuto después, Carmen. Luego un mensaje de Álvaro: *¿Dónde estás? Mamá dice que no contestas. Están esperando.*
Victoria sonrió. Ah, el marido aparecía cuando había lío.
*”Me he retrasado en el trabajo. Llego tarde”*, respondió cortante y silenció el móvil.
La camarera trajo el vino. Un sorbo, y la tensión empezó a ceder. Al fin y al cabo, ¿qué mal habría en que esperaran? ¿O en que resolvieran su problema solos? El cielo no se caería.
El teléfono, en silencio, seguía vibrando. Victoria lo apagó. Por primera vez en mucho tiempo, sintió algo extraño: culpa mezclada con libertad.
La pasta estaba deliciosa. O quizá era la libertad de poner sus deseos primero. Comió despacio, disfrutó el postre, el café. Una tontería, pero el alma se le aligeró.
Al final, volvió a casa. Esperaba un escándalo, pero la recibió el silencio. Solo unos tupper vacíos junto a la puerta: los familiares habían comido, pero dejaron su “agradecimiento” tirado.
Álvaro, con cara de pocos amigos, fingía interés en la tele. Al verla, se tensó.
—Por fin —refunfuñó, pero sin convicción.
Victoria no respondió. Revisó el móvil: decenas de llamadas perdidas. Carmen había optado por el victimismo: *”Viqui, ¿cómo pudiste hacernos esto?”* Pilar, por la agresión: *”¡Qué falta de corazón! ¡Nos fuimos sin comerFinalmente, Victoria comprendió que a veces el respeto no se pide, sino que se toma, y esa noche, por primera vez, durmió tranquila sabiendo que su dignidad ya no cabía en el cajón de los silencios.
Leave a Reply