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Madrid, principios de mayo. La primera lluvia de la temporada cayó de repente, como el ánimo de una mujer que acababa de salir del aeropuerto tras un mes de intenso trabajo en Barcelona. Lucía arrastraba su maleta, el corazón latiéndole con emoción. No solo por el éxito del proyecto —aunque eso también la llenaba de orgullo—, sino porque al fin volvía a casa. Con Javier, el hombre que cada noche le decía que la amaba antes de dormir.
Lucía abrió la puerta con su huella digital, el corazón acelerado como la primera vez que visitó a su novio. La casa de dos plantas estaba en silencio, impregnada del olor a limpia suelos recién usado. Apenas había dejado la maleta cuando escuchó pasos apresurados bajando las escaleras.
«¡Has vuelto, mi amor!» exclamó Javier, abrazándola como si no la hubiera visto en un año. La apretó tan fuerte que casi la dejó sin aire, y luego esbozó una sonrisa amplia:
«¡Vamos al dormitorio! ¡Te he echado tanto de menos!»
Lucía rió, acurrucándose en su hombro. El olor de su piel, su respiración agitada, el brillo en sus ojos: todo le hacía sentirse en paz. Asintió.
«Déjame ducharme antes».
Javier puso cara de niño consentido, pero accedió. Mientras ella se bañaba, él puso música suave y le preparó un zumo de naranja, que dejó en la mesa. Pequeños detalles, pero que lo eran todo para Lucía.
Esa noche, se abrazaron como si nunca se hubieran separado. Javier le susurró palabras dulces, y Lucía se sintió afortunada. Sabía que muchas mujeres cargaban solas el peso del mundo, pero ella tenía a un hombre que la cuidaba y la hacía sentirse amada.
A la mañana siguiente, Javier se levantó temprano para prepararle el desayuno: huevos, pan y un café con leche frío, tal como a ella le gustaba. Le dijo:
«Que te recuperes, cariño».
Lucía sonrió feliz. Quizás decían que los hombres españoles no eran muy románticos, pero su marido era la excepción.
Pero la felicidad, a veces, es como el cristal: transparente, hermosa… y frágil.
Tres días después, Lucía encontró una goma del pelo roja bajo la almohada del dormitorio. No era suya. Nunca usaba ese tipo, mucho menos de ese color.
La sostuvo entre sus dedos durante un largo momento. No sintió celos descontrolados ni furia, solo una profunda tristeza, como una melodía que se desvanece lentamente. Porque las mujeres tienen un sexto sentido. No dijo nada.
Esa noche, mientras reposaba la cabeza en el brazo de Javier, preguntó suavemente:
«Durante el tiempo que estuve fuera… ¿vino alguien a casa?».
Javier respondió sin dudar:
«Solo vino Pablo a pedir prestado el taladro, nadie más».
Lucía asintió en silencio, intentando mantener el rostro sereno. La sonrisa en sus labios era forzada. Javier no notó nada, o quizá fingió no hacerlo. Siguió abrazándola, contándole historias de su trabajo durante el último mes. Pero esas palabras, que debían llenar el vacío de la distancia, ahora solo ensanchaban el abismo en su corazón.
Su sexto sentido le decía que algo no iba bien. Una goma del pelo roja. Un envoltorio de caramelo extraño bajo la cama. El gesto nervioso de Javier al recibir un mensaje y voltear su móvil. Todo encajaba en un doloroso rompecabezas.
Una noche, Lucía esperó a que Javier cayera en un sueño profundo. Tomó su teléfono con manos temblorosas, escondida bajo las sábanas. El corazón le golpeaba el pecho. Revisó llamadas, mensajes, redes sociales. Al principio, nada fuera de lo común. Hasta que apareció un chat con un nombre femenino que nunca había oído.
Leyó. Primero, frases inocentes. Después, palabras cada vez más íntimas. *«Te echo tanto de menos»*. — *«Te recojo el sábado»*. — *«La cena fue perfecta, la próxima será mejor»*. — *«Buenas noches, amor ❤»*.
El golpe fue brutal. Las fechas coincidían justo con las semanas que ella estuvo en Barcelona. La goma roja, el caramelo, la actitud nerviosa… todo cobraba sentido.
Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Lucía miró el rostro dormido de Javier, tan tranquilo, tan falso.
«¿Me has engañado, Javier?», susurró entre sollozos ahogados.
Corrió al baño, se encerró y lloró hasta quedar exhausta. Pero cuando se miró al espejo, entre su rostro demacrado y sus ojos rojos, vio algo más: determinación. Ya no era la mujer débil que había descubierto la verdad unos minutos antes.
A la mañana siguiente, enfrentó a Javier. Le mostró la goma roja.
«Explícame esto».
Él balbuceó nervioso, poniendo excusas: «Debe ser de Pablo… la habrá dejado aquí…». Pero Lucía lo interrumpió con una risa amarga.
—«¿Pablo? ¿Un hombre con gomas del pelo rojas? ¿Y también es el que te escribe *”Te echo de menos, amor”*? ¿Crees que soy tonta?».
Javier palideció. El silencio fue su confesión. Cuando por fin susurró: «Perdóname… no sé por qué lo hice…», Lucía sintió que su mundo se desmoronaba.
Lo echó de la casa. Lloró, se derrumbó, llamó a su mejor amiga en busca de consuelo. La casa, que días antes había sido un refugio cálido, se convirtió en un lugar frío, lleno de recuerdos falsos.
Sentada junto a la ventana, viendo caer la lluvia sobre Madrid, Lucía se preguntó: *¿Cuántas lágrimas más tendré que derramar antes de encontrar paz de nuevo?*
Y en medio de ese dolor, nació una certeza: la tormenta pasaría, el sol volvería a salir, y ella, aunque rota, aprendería a levantarse. Porque incluso las cicatrices más profundas, algún día, se convierten en señales de fortaleza.
Los días posteriores a la marcha de Javier fueron un infierno silencioso.
La casa era demasiado grande, demasiado vacía. Cada rincón —el sofá, la mesa del comedor, la cama que aún olía a él— era un recordatorio punzante de la traición. Lucía lloró hasta que se le secaron las lágrimas, dejando solo un vacío helado en el pecho.
Pero en medio de ese dolor insoportable, algo empezó a transformarse dentro de ella.
Un pensamiento insistente se repetía: *«No puedo permitir que esta traición arruine el resto de mi vida»*.
La primera semana fue la más dura. Lucía apenas comió ni durmió. Sus amigas se turnaron para visitarla, llevándole comida y distrayéndola. Una de ellas le dijo:
«Lucía, nadie merece tus lágrimas. Mucho menos alguien que no te valoró».
Esa frase se le quedó grabada. Como una chispa en la oscuridad.
Poco a poco, Lucía comenzó a recuperar el control. Se levantaba temprano, se arreglaba aunque no tuviera que salir. Llenó la casa de flores frescas, cambió las sábanas y pintó el dormitorio de otro color. Como si con cada cambio borrara un rastro de Javier.
En el trabajo, se entregó por completo. Sus compañeros admiraban su fuerza, sin imaginar la tormenta que había soportado. Los proyectos le daban un propósito, una razón para levantarse cada mañana. Y cada vez que alguien reconocía su talento, Lucía sentía que recuperaba una parte deY así, mientras el sol iluminaba su nueva vida, Lucía supo que el amor más importante siempre había estado dentro de ella.


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