**Diario de un hombre**
El sol quemaba el asfalto de la calle cuando una niña de ocho años fue arrastrada al medio de la calle por sus tíos. La regañaron y la echaron de casa solo por haber añadido una cucharada extra de leche para sus hermanos gemelos de seis meses, que ardían de fiebre. La pequeña los abrazó con fuerza mientras sus pies descalzos temblaban en el pavimiento. De pronto, un coche de lujo se detuvo. Un hombre bajó y, con una sola frase, cambió el destino de los tres niños para siempre.
—No lloren más, Lucas. Mateo, por favor, cálmate. Lo siento mucho por los dos.
Su voz temblaba entre la culpa y el miedo. Era Sofía Castillo, de ocho años, que vivía bajo el techo de su tío Ricardo Castillo y su tía Sandra Rojas en Valdemoro desde que sus padres murieron.
Era delgada y pequeña para su edad. Sus manos temblaban al sostener a sus hermanos. El cuerpo de Lucas ardía; Mateo jadeaba, con los labios secos y agrietados. Ambos lloraban sin parar de hambre. Sofía abrió la despensa y sacó el bote de leche en polvo casi vacío. Miró alrededor, tragó saliva, añadió una cucharada más y agitó el biberón hasta que el polvo se disolvió. El suave aroma de la leche calmó a los bebés solo un instante antes de que volvieran a llorar con más fuerza.
—Solo esta vez— susurró Sofía como una oración—. Por favor, dejad de llorar. Que no se den cuenta, por favor, Dios.
El taconeo de su tía resonó detrás de ella. Sandra Rojas apareció en la cocina, con una mirada afilada como cuchillos.
—¿Qué crees que estás haciendo, mocosa? Te diSE una cucharada al día. ¿Es que no escuchas?
Sofía apretó a Mateo contra su pecho, con la voz quebrada.
—Tía, tienen fiebre. Por favor, solo esta vez. Prometo que trabajaré más duro.
Sandra arrebató el biberón de sus manos sin mirar siquiera a los bebés.
—Siempre tienes una excusa.
Con un gesto brusco, la leche se derramó en el suelo.
—Si quieres leche, ve a pedirla a la calle.
Ricardo, que olía a tabaco, se levantó del sillón y se apoyó en el marco de la puerta como si disfrutara del espectáculo.
—Una niña inútil que vive a nuestra costa y encima se pone lista. Si tienes tanta sed, ve a mendigar. Esta casa no cría ladrones.
Sofía se arrodilló, sosteniendo a Lucas con un brazo y juntando las manos.
—Por favor, tío, tía, mis hermanos tienen fiebre, necesitan leche. Lavaré los platos, fregaré el suelo, haré el doble de trabajo, lo haré todo yo sola.
Sandra avanzó, apartó sus manos y le dio una bofetada.
—¿No te enteras? —La agarró del pelo y la arrastró por el suelo—. Fuera de aquí.
—¡Por favor, dejad que beban!
Sofía se aferró a la mesa. Lucas gritó desgarradoramente. Mateo agarró el collar de su hermana, asustado. Ricardo abrió la puerta de par en par y habló lento, como dictando una sentencia.
—A partir de ahora, estás fuera. No vuelvas hasta que aprendas respeto.
Y que los vecinos no vean esta escena vergonzosa. Sandra tiró de ella, arrastrando a Sofía y a los bebés hasta la calle.
—Vivid ahí fuera. Esta casa no alimenta basura como vosotros.
El sol del mediodía golpeaba el asfalto ardiente. Los pies descalzos de Sofía se apoyaban en el cemento, sucios y doloridos. Intentaba sostener a los niños. Lucas, en su brazo izquierdo, ardía. Mateo, pegado a su pecho, jadeaba.
—Por favor, lo siento. Déjenme limpiar una semana entera si hace falta. No volveré a coger más leche. Lo juro.
Sandra soltó una risa cortante desde el porche.
—¿Qué vale la palabra de una ladrona?
Ricardo observó a los vecinos espiando tras las cortinas.
—Metéos dentro. Esto no os incumbe. Y tú, lárgate de mi puerta ya.
Dio una patada a la verja metálica y el sonido resonó. La puerta se cerró de golpe. Sofía se quedó helada. Con cuidado, sentó a Mateo en su regazo y llamó suavemente.
—Señor, por favor, dejad que mis hermanos se sienten un rato a la sombra.
Nadie respondió. Dentro, el silencio era absoluto, como si los llantos nunca hubieran existido. Al otro lado de la calle, una mujer cogió el teléfono, lo dejó, miró alrededor y cerró las cortinas en silencio. Un hombre que barría su jardín frunció el ceño y se dio la vuelta. En el felpudo de la casa aún ponía “Bienvenidos”, como una broma cruel.
Sofía se sentó en la acera. Sus manos temblorosas apenas podían sostener a los niños.
—Lucas, deja de llorar. Mateo, respira.
Contuvo las lágrimas, intentando mantener la voz calmada para ellos.
—Estoy aquí. Encontraré la manera. No tengáis miedo.
La puerta se abrió un momento. Sandra asomó la cabeza y lanzó una bolsa de tela vieja a los escalones.
—Ahí hay pañales. No ensuciéis mi porche.
La puerta se cerró de nuevo. El sonido del cerrojo sonó largo y frío. Sofía recogió la bolsa. Dentro solo había unos pañales finos, nada de leche, nada de toallas calientes. La apretó contra su pecho como una esperanza rota.
—Gracias.
Las palabras cayeron en el aire vacío. Los niños volvieron a llorar. Mateo tosió, su cuerpo sacudiéndose. Sofía les besó la frente.
—Perdón por coger de más. Sabía que estaba mal, pero no podía verlos llorar así.
Se levantó, dio unos pasos tambaleantes y volvió a sentarse, mareada. El sudor le pegaba al cuello y sus manos temblaban de hambre y miedo. Sabía lo que tenía que hacer: ir por la calle, llamar a puertas, pedir leche, agua tibia… pero sus piernas flaqueaban. Y lo que más temía era escuchar los mismos insultos desde otra puerta.
—No llores, Mateo. Voy a pedir. Lucas, mírame. No nos rendiremos. ¿Vale?
Recostó su frente contra la mejilla de Lucas. El calor de su cuerpecito le escoció los ojos. Detrás de ellos, la voz de Ricardo atravesó la puerta:
—Apartaos un poco. No os quedéis frente a mi casa.
Su tono rezumaba desprecio, con una media sonrisa, como si disfrutara del sufrimiento de los niños. Sofía tragó saliva y retrocedió hacia la acera. Se apoyó en una farola, dejó la bolsa de pañales y volvió a alzar a sus hermanos. No se atrevía a soltarlos.
—Esperaremos a que baje un poco el sol y luego nos iremos, lo prometo.
El tiempo pasaba lento. El ruido de una cortacésped llegaba de un jardín cercano. Un perro ladraba desde el porche de un vecino. La respiración agitada de los gemelos pesaba como piedras en sus brazos.
—No sé qué más hacer, mamá. Si alguien me oye, ayudadnos.
Las palabras escaparon en un susurro, dirigidas a nadie. No esperaba respuesta. Solo hablaba para que el silencio no la devorara.
Entonces, otro motor sonó, suave como un susEl hombre del coche, con ojos llenos de compasión, extendió la mano y dijo con voz firme: “Ven, niña, esta será vuestra casa ahora”.


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