La chica de 13 años fue echada de su casa por estar embarazada, y años después regresó para dejar a todos boquiabiertos. “¿Tienes algo que decir, Sofía?” La voz de Luis resonó desde la casa, ya ahogada por la emoción. Sofía se encogió, incapaz de mirar a su padre a los ojos. La adolescente contemplaba el suelo con mirada vacía, sus manos temblorosas aferradas al dobladillo de su camisa. “Vergüenza ajena”, añadió la madre de Sofía, Isabel, con una mirada fría, desprovista de empatía.
Es tan joven y ya está embarazada. ¡Dios mío! ¿Cómo puede traer al mundo a alguien así? “Yo… Yo quise hacerlo”, balbuceó Sofía, sin poder contener las lágrimas. Luis golpeó la mesa con tanta fuerza que toda la habitación vibró. “¿Sabes la deshonra que has traído a esta familia? ¿Te das cuenta de lo que dirá la gente? ¿Cómo piensas seguir mostrando la cara por este pueblo?” Isabel soltó una risita burlona. “Luis, ¿por qué pierdes el tiempo con ella?”
Una niña así no merece quedarse aquí. Que asuma las consecuencias. “No, por favor, mamá, te lo suplico…” Sofía levantó el rostro bañado en lágrimas hacia su madre, pero solo recibió una mirada helada. “¿Qué haces todavía ahí arrodillada? ¡Fuera!” Luis se levantó bruscamente, señalando la puerta. El suelo pareció hundirse bajo los pies de Sofía. Retrocedió unos pasos, los ojos desorbitados por el miedo.
“No tengo a dónde ir… No sé qué hacer”, jadeó. “Eso es problema tuyo. No vuelvas.” Luis le dio la espalda como si fuera una extraña. “Tienes razón, Luis. Si se queda, solo traerá más vergüenza a la familia”, dijo Isabel, con voz firme pero cargada de desprecio. Afuera, algunos vecinos soltaban risitas, murmurando y escudriñando la casa con curiosidad. Sus miradas indiscretas y cuchicheos le atravesaban la espalda como puñales. “¡Lárgate ya!” gritó Luis, al límite de su paciencia.
Sofía giró y echó a correr, las lágrimas mezclándose con el agua de la tormenta que comenzó a caer con fuerza. El frío la calaba hasta los huesos. Vagó por calles oscuras, los pies pequeños, embarrados y entumecidos. “¡Sal de aquí! Este no es sitio para ti.” Un hombre de mediana edad, rostro severo, le bloqueó la entrada de una casa abandonada donde Sofía buscó refugio. “Solo necesito pasar la noche”, suplicó la joven, la voz quebrada por el llanto. “Lárgate. No quiero problemas.” La puerta se cerró de golpe, dejándola a merced del aguacero.
Tambaleándose, llegó al parque cercano, donde los bancos fríos fueron su último consuelo. A medida que la noche avanzaba, Sofía se acurrucó en el banco, abrazando su vientre como si quisiera proteger el destello de vida que crecía dentro. “¡Eh, mocosa, qué haces aquí!” Una voz rasposa la sobresaltó, seguida de una carcajada maliciosa. Sofía se volvió y vio tres figuras emerger de las sombras, miradas cargadas de amenaza. “¿Qué queréis—?” “¿Qué haces sola a estas horas? Buscamos diversión, y tú nos vienes al pelo”, dijo uno con una sonrisa torcida.
Sofía no pudo articular palabra, solo retrocedió. “No corras. ¿A dónde crees que vas?” Sofía salió disparada, las lágrimas diluyéndose en la lluvia mientras corría a ciegas. El corazón le martilleaba, el suelo resbaladizo amenazando con hacerla caer. Los pasos de sus perseguidores resonaban cada vez más cerca, pero por suerte, Sofía logró escabullirse por un callejón angosto. Cayó al suelo, temblorosa de miedo y agotamiento.
“¿Por qué…? ¿Por qué me odian todos?” sollozó, ahogada por la lluvia. Esa noche, Sofía se durmió bajo un árbol en el parque. El agua no tuvo piedad, el frío se le clavó en los huesos. No supo cómo se quedó dormida, pero sus sueños la llevaron de vuelta a sus padres. Sin embargo, en lugar de amor, solo encontró desprecio. “Sofía, te lo mereces”, tronó la voz de Isabel, despertándola de un sobresalto. Al abrir los ojos, el dolor recorría su cuerpo.
La fiebre la consumía, los labios pálidos por el frío. “¿Voy a morir aquí?”, pensó, el terror apretándole el pecho. Afuera, la tormenta seguía su furia, pero Sofía ya no tenía fuerzas para resistir. Todo se volvía borroso. “Niña, ¿qué haces aquí?” Una voz cálida pero áspera la sacó del letargo. Entre la neblina de su conciencia, Sofía distinguió el perfil de una mujer inclinándose sobre ella, sosteniendo un paraguas que las protegía.
“Yo… Yo…” Sofía no tuvo fuerzas para contestar y se desplomó en los brazos de la desconocida. “No temas, pobrecilla. Yo te ayudaré”, dijo la mujer, levantándola con cuidado. “¿Usted quién…?”, murmuró Sofía, cerrando los ojos por la fiebre. “Soy solo una vieja chocha, pero no puedes quedarte aquí bajo el diluvio.” Margarita la llevó a su pequeño patio en una esquina del barrio. La casa era humilde pero cálida, con el aroma reconfortante de pan recién horneado, un contraste brutal con el frío exterior.
“Siéntate, te traeré un té caliente”, dijo Margarita, indicándole una silla. Sus ojos brillaban con compasión mientras observaba a la joven empapada y temblorosa. Por primera vez en días, Sofía sintió un atisbo de calor en la bondad de esta madre improvisada. Sin embargo, el dolor en su vientre seguía ahí, punzante como una herida abierta.
A la mañana siguiente, Sofía despertó en una vieja butaca de madera en el salón de Margarita. El dolor de cabeza persistía, pero el olor a pan fresco la hizo salivar. Su estómago rugió, recordándole que llevaba dos días sin comer. “Ya estás despierta. Toma, leche caliente”, dijo Margarita con dulzura, colocando un vaso y una hogaza pequeña sobre la mesa. “Gracias”, susurró Sofía, débil pero con un destello de esperanza en sus ojos.
“Tranquila. No necesito saber qué pasó, pero es obvio que necesitabas ayuda”, dijo Margarita con firmeza. “Come y luego descansa. Hablaremos más tarde.” Sofía tomó el pan con manos temblorosas, pero al llevárselo a los labios, los reproches de sus padres resonaron en su mente. Dejó el pan, las lágrimas rodando en silencio.
—¿Qué te pasa? —preguntó Margarita, sentándose a su lado.
—No merezco comer. Soy la vergüenza de mi familia —lloriqueó Sofía.
Margarita guardó silencio un instante y luego tomó las frágiles manos de la niña. “Escúchame bien, chiquilla. Nadie merece que lo traten así. No sé lo que has vivido, pero eres una buena chica y mereces vivir.”
Con el tiempo, Sofía comenzó a ayudar en el pequeño negocio de Margarita. Aunque el trabajo no era duro, las miradas críticas de los vecinos la incomodaban. “¿Quién es esa chica?”, preguntó una clienta con suspicacia. “No parece estar bien. Cuidado con arruinar tu reputación.”
Margarita la despachó con un gesto seco. “Lo que haga no es asunto tuyo. Si no te gusta, vete a otro sitio.”
Pero no todos eran tan bondadososSin embargo, con el tiempo, Sofía aprendió que, incluso en medio de la tormenta, siempre hay una mano dispuesta a tenderte ayuda y un nuevo amanecer esperando tras la oscuridad.


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