Las puertas automáticas se abrieron con un suave silbido. Un hombre de unos cincuenta años entró, vestido con una chaqueta gastada y una gorra baja que le tapaba parte del rostro.

Nadie se dio cuenta de que era Adrián Mendoza, el fundador y director general de Mercados Mendoza, una cadena de supermercados que él mismo había levantado desde cero.

Se detuvo cerca de la entrada, observando. Estantes desordenados. Un ambiente pesado, como estancado. Ni un saludo. Los clientes se movían en silencio, distantes.

En la caja tres, una mujer pasaba productos. Tendría unos treinta y tantos, el pelo recogido sin mucho cuidado, los ojos hinchados de tanto llorar. Forzó una sonrisa, pero las manos le temblaban. Adrián la observó desde detrás de una estantería. Se secó una lágrima en pleno turno.

Poco después, el encargado salió bruscamente de la trastienda, dando órdenes a gritos. Algo iba muy mal.

Mercados Mendoza siempre había sido sinónimo de respeto, justicia y dignidad. Adrián creía que empleados bien tratados creaban clientes fieles. Esa filosofía había hecho crecer la empresa hasta casi veinte locales. Pero últimamente, esta sucursal acumulaba quejas.

Luego llegó una carta manuscrita, sin firma, pero desesperada. Desde la central la ignoraron. “Seguro otra milenial que se queja por nada”, dijeron. Pero Adrián sintió la verdad: no era una queja, era un grito de ayuda.

Ahora, bajo la fría luz de los fluorescentes, lo veía con sus propios ojos. No era solo una tienda en crisis. Estaba rota.

Una voz cortó el silencio: “¡Lucía!” Un hombre alto con un chaleco negro de “Supervisor” se acercó a la caja, furioso. Golpeó una carpeta contra el mostrador.

“¿Otra vez llorando? ¿No te avisé? Un drama más y te borro del horario.”

Lucía se tensó. Se secó la cara y asintió. “Sí, señor. Estoy bien.”

“¿Bien?” se burló él, acercándose. “Ya faltaste dos días este mes. No esperes muchas horas la semana que viene.”

Ella calló. Todos callaron. Los clientes miraron hacia otro lado. Sus compañeros agacharon la cabeza.

Detrás del pasillo de cereales, Adrián apretó la mandíbula. Eso no era liderazgo, era acoso.

Esa noche, siguió a Lucía hasta el aparcamiento. Su coche, un sedán oxidado, estaba lejos de la entrada. Revolvió su monedero, lo volcó: solo cayeron unas monedas. Temblorosa, se sentó en el bordillo, hundiendo la cara entre las manos, llorando.

Adrián se quedó helado. Sus informes, gráficas y balances no lo habían preparado para esto: una empleada tan hundida que ni siquiera podía pagar la gasolina para volver a casa. Algo tenía que cambiar.

Al amanecer, Adrián regresó, pero no como director, sino como “Adri”, un temporal con un uniforme prestado y un gafete de papel.

Nadie sospechó. Lo asignaron a reponer mercancía, junto a un chico flacucho llamado Rafa.

“Oye, nuevo”, murmuró Rafa. “No llames la atención. Aquí la gente solo habla si no queda más remedio.”

“¿Llevas mucho aquí?” preguntó Adrián.

“Dos años. Pero ahora está peor. Ese tío, Marcos? Recorta turnos como si nada. Si tienes hijos, olvídate.”

“¿Y la chica de ayer en caja?”

“¿Lucía? La que más curra. Su hijo tiene asma, grave. Hace dos semanas estuvo hospitalizado. Avisó, pidió cambiar turnos. Nadie la ayudó. Marcos la castigó. Ahora solo le dan diez horas semanales. Ni para el alquiler llega.”

Adrián apretó los puños. Recordó haber firmado memos de “eficiencia”, ciego al daño real. Ahora veía lo que ese “recorte” significaba.

Esa noche, entró al sistema con una cuenta antigua. Buscó: Lucía Gutiérrez. Horas reducidas de 34… a 24… a 9. Notas: “Poco fiable. No priorizar.”

Al día siguiente, llamó a la puerta de la oficina.

“¿Qué?” gruñó Marcos.

“He oído lo de Lucía. Casi no la ponen en el horario.”

Marcos se encogió de hombros. “Siempre tiene excusas. El niño esto, el niño aquello. Esto no es una guardería.”

“AvLucía tomó el timón con determinación, reorganizando los horarios con empatía, y poco a poco el supermercado volvió a ser lo que siempre debió ser: un lugar donde todos, empleados y clientes, se sintieran como en casa.


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