Era plena noche en la ciudad de Villarreal del Campo. Dentro de la comisaría mal iluminada, el sargento Javier Méndez permanecía solo tras el mostrador, luchando por no rendirse al sueño. La luz fluorescente sobre su cabeza zumbaba tenuemente, y el único sonido en la sala era el ronroneo de un ordenador anticuado. Alzó la vista hacia el reloj de pared. Las agujas marcaban las tres en punto. Siempre era la hora más difícil, cuando el silencio parecía pesar más de lo normal, como si el mundo entero hubiera dejado de respirar.

Javier se frotó los ojos y suspiró. Ni una sola llamada había entrado desde que comenzó su turno. Se recostó en la silla, debatiéndose entre tomar otra taza de café frío. Fue entonces cuando sonó el teléfono, su timbre afilado cortando la quietud como un cuchillo.

Levantó el auricular por puro reflejo. “Comisaría de Villarreal del Campo, al habla el sargento Méndez. ¿En qué puedo ayudarle?”

Durante un instante, solo escuchó el crujido lejano de la línea. Luego llegó una vocecita frágil, vacilante y temblorosa. “¿Hola?”

Javier frunció el ceño. Era una niña, de seis o siete años como mucho. Su tono se suavizó al instante. “Hola, cariño. ¿Por qué llamas a la policía a estas horas? ¿Dónde están tus padres?”

Hubo una pausa antes de que la niña susurrara: “Están en el dormitorio.”

“¿Puedes pasarle el teléfono a mamá o papá?” preguntó Javier con calma.

El silencio se alargó. Finalmente, la niña habló de nuevo, aún más baja que antes. “No puedo.”

Javier se incorporó en la silla, sintiendo una punzada de inquietud. “Cuéntame qué ha pasado. Solo llamas si algo importante ocurre.”

“Es importante,” dijo la niña, y Javier notó que trataba de no llorar. “Fui a despertarlos, pero no se mueven. No me contestan.”

El adormilamiento que nublaba su mente se esfumó de golpe. Sus instintos le gritaban que aquella no era una llamada cualquiera.

Mantuvo la voz serena por ella. “A lo mejor están dormidos profundamente. Es muy tarde, ¿sabes?”

“No,” susurró la niña. “Los he sacudido. Siempre se despiertan cuando entro. Pero esta vez no.”

Javier tapó el auricular con la mano e hizo una señal al agente López, que dormitaba en un rincón, para que preparara el coche patrulla. Luego volvió al teléfono. “¿Hay algún adulto más contigo? ¿Abuelos, una canguro?”

“No. Solo estamos ellos y yo,” respondió.

“Vale. Necesito que me digas tu dirección para ir a comprobarlo todo.”

La niña la recitó lentamente, tropezando con los números. Javier los anotó rápidamente, reconociendo el barrio: una hilera de casas antiguas en las afueras. Respiró hondo. “Has hecho bien en llamar. Ahora escucha: quédate en tu habitación hasta que lleguemos. No salgas. ¿Puedes hacerlo?”

“Sí,” murmuró ella.

Diez minutos después, el coche patrulla se detuvo frente a una modesta casa de dos plantas con la pintura blanca descascarillada. Una luz tenue brillaba sobre la puerta. Para sorpresa de Javier, esta se abrió antes de que pudieran llamar. Una niña en camisón los miraba desde el umbral, los ojos muy abiertos, llenos de miedo.

“Están arriba,” dijo simplemente, señalando el pasillo.

Javier y López se miraron y la siguieron. Al entrar en el dormitorio principal, un escalofrío les recorrió la espalda. Un hombre y una mujer yacían juntos en la cama. Sus rostros estaban pálidos, inmóviles. Sin señales de lucha, sin heridas visibles… solo una quietud espeluznante.

“Dios mío,” murmuró López.

Javier llamó de inmediato a una ambulancia y a la unidad de investigación. La escena era sobrecogedora, pero no parecía un crimen. Algo más andaba mal.

Cuando llegó el equipo de emergencias, descubrieron la causa rápidamente. Una fuga de gas del viejo sistema de calefacción había llenado la casa en silencio durante la noche. Los padres nunca despertaron, asfixiados mientras dormían.

Que la niña sobreviviera fue un auténtico milagro. Su habitación, en el segundo piso, estaba algo apartada de la mayor concentración de gas. Y, sobre todo, tenía la costumbre de dejar la ventana entreabierta. Esa pequeña corriente de aire fresco le había salvado la vida, aunque los médicos confirmaron que había inhalado suficientes vapores como para caer gravemente enferma. La ingresaron, pero se estabilizó en horas.

Javier no pudo dejar de pensar en la llamada durante días. Si la hubiera tomado por una broma, o si hubiera subestimado el miedo de una niña, ella no habría visto el amanecer. Su decisión de escuchar, de tomar sus palabras en serio, le había dado una oportunidad.

En los momentos de calma, después de cerrar el caso, Javier recordaba aquella vocecita al teléfono. Frágil, insegura, pero lo bastante valiente para pedir ayuda en la oscuridad. Y porque ella lo hizo, y porque alguien respondió, la esperanza permaneció donde la tragedia casi lo arrebató todo.


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