El sol abrasador de Madrid caía sin piedad sobre la Gran Vía, donde Javier, un joven de 28 años con el pelo revuelto y la ropa desgastada, se apoyaba en la pared de un edificio. Sus ojos castaños, antes llenos de ilusión, ahora mostraban el cansancio de semanas sin comer bien. Las costillas marcaban su camisa rota, delatando su situación. Observaba el ir y venir de la gente, sintiéndose invisible entre la multitud.
Su estómago rugió con fuerza, recordándole que llevaba dos días sin probar bocado. “Solo hoy, Javier, aguanta. Alguien te verá”, susurró para sí mismo, aferrándose a un hilo de esperanza.
¿A quién engaño? Nadie mira dos veces a quien pide en la calle, pensó, con amargura. Las horas pasaban lentas, y luchaba contra la tentación de rebuscar en los contenedores cercanos. Se había prometido no llegar a eso, pero el hambre no perdona.
Su mirada seguía, sin querer, a quienes pasaban con bocadillos o cafés. El olor de un bocadillo de calamares de un puesto cercano le hacía agua la boca. Quizás debería volver al albergue…
No, no puedo. La última vez… Se estremeció al recordar.
¿Por qué había llegado a esto? Ojalá hubiera tenido una familia, un hogar. Su mente viajaba a recuerdos dolorosos.
Al caer la tarde, la desesperación crecía. Veía a otros sin hogar pedir limosna, pero él no se atrevía. Su orgullo, lo único que le quedaba, lo detenía.
Un anciano, sentado cerca, lo miró con comprensión.
“Chaval, parece que no hay salida, pero se sobrevive”, dijo con voz rasca.
“Lo sé, pero… ¿cuándo cambia esto? Vivimos de lo que nos dan, pero necesitamos trabajo, un techo, comida decente”, respondió Javier, la voz quebrada.
De pronto, como si el destino escuchara, una mujer se detuvo ante él. Sin palabras, le entregó una bolsa con un bocadillo de tortilla.
El aroma del pan caliente le llenó la nariz, y su estómago gruñó con fuerza. Javier levantó la vista, agradecido.
“Gracias, señora. No sabe lo que significa para mí”, dijo, emocionado.
Ella sonrió y siguió su camino, dejándolo con un destello de esperanza. Tal vez aún había bondad en el mundo.
Al ver a dos hombres cerca, con la misma hambre en la mirada, partió el bocadillo en tres.
“Compartamos. Nadie debería pasar hambre si podemos evitarlo”, dijo con firmeza.
Al otro lado de la calle, Lucía, una joven de pelo oscuro y ojos bondadosos, sintió un nudo en la garganta al verlo. Quiso acercarse, pero su madrastra, Carmen, la sujetó del brazo con fuerza.
“Ni se te ocurra, Lucía. Esa gente no es de fiar”, dijo con frialdad.
“Pero, Carmen, ¡mira lo que hizo! ¿Cómo podemos darles la espalda?”, protestó Lucía.
Carmen la arrastró hacia una tienda de lujo, los escaparates brillantes contrastando con la cruda realidad de la calle. Al detenerse, su mirada era de desprecio.
“¿Estás loca? Seguro gastarían el dinero en vicio”, espetó.
“No lo sabes”, replicó Lucía, indignada. “Ese hombre compartió lo único que tenía. ¿Dónde queda tu humanidad?”
La vida enseña que, a veces, los que menos tienen son los más generosos, mientras otros, con mucho, guardan hasta su compasión. La verdadera riqueza está en el corazón, no en el bolsillo.


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