Cuando mi hermana y yo éramos pequeñas, cada mañana del 8 de marzo comenzaba con unos golpes en la puerta y una pregunta: «Señoritas, ¿estáis vestidas? ¿Podemos entrar?».

Las señoritas, en camisones de algodón, gritábamos que sí, que por supuesto estábamos vestidas, ¡y que entraran ya! Además, ya sabíamos que traían regalos.

Entraba papá en nuestra habitación con dos ramos de flores y dos cajitas idénticas, dentro de las cuales había dos muñecas exactamente iguales.

Papá intentó una o dos veces darnos regalos diferentes, pero pronto comprendió que no era la mejor idea: a la mayor (o sea, a mí) le parecía que me habían dejado la peor parte, que la muñeca de Lola era más bonita, más grande y más elegante. Y a la pequeña (es decir, a Lolita) siempre le daba por pensar que simplemente no la querían lo suficiente, y que escogían muñecas diminutas solo para recordarle que aún era una niña de guardería.

Tras una monumental y doble rabieta femenina, papá amaneció con algunas canas prematuras y, desde entonces, juró regalarnos siempre lo mismo.

Así que Lola y yo crecimos convencidas de que el 8 de marzo era ese día en que El Hombre Más Importante Del Mundo aparecía por la mañana con flores y cajitas, y nos felicitaba por algo.

Qué se celebraba exactamente ese día… eso daba igual. Para nosotras, era simplemente el Día En Que Venía El Hombre Más Importante Con Flores Y Regalos.

Por aquel entonces, papá era el único hombre en nuestras vidas (abuelo no contaba, claro, porque ¿qué clase de hombre es un abuelo? Solo es un viejecito, ¿no lo entendéis?). El único y el más importante. No había otros.

Pero pasaron los años.

Tanto a mí como a Lolita nos llegaron otros Hombres Más Importantes, que también aparecían el 8 de marzo con flores y regalos. Pero, curiosamente, siempre resultaba que nos habíamos apresurado en otorgarles ese título. Porque, al final, ni siquiera resultaban ser hombres de verdad. Y mucho menos, los más importantes.

Así que el título volvía a recaer en papá. Él lo llevaba con orgullo, sin cuestionarlo, y sin romper la tradición de las cajitas idénticas. Aunque dentro ya pudieran haber regalos distintos, ¡maldita sea, las cajas seguían siendo exactamente iguales!

Luego, Lolita y yo tuvimos hijos. Uno cada una. Pequeños Hombres Más Importantes. Y mientras crecían, papá seguía cumpliendo con su deber cada 8 de marzo. Porque… ¿cuándo iban a estar listos esos sustitutos? Y sus niñas, al fin y al cabo, seguían esperando sus flores y sus cajitas.

Mi hijo creció demasiado rápido. Y ni siquiera me di cuenta: ¿cuándo había ocurrido que se había convertido en el Hombre Más Importante de otra? Ahora, el 8 de marzo, solo recibo una llamada suya: «Mamá, feliz día. No te preocupes, estoy en casa de Lola, volveré el domingo».

Pero…

Pero esa llamada solo llega después de la de papá, preguntando: «Señorita mía, ¿estás vestida? ¿Preparada para recibir visitas?».

En la vida de toda mujer deben existir Hombres. De los de verdad. Con mayúscula. Maridos, hijos, hermanos… Pero el Más Importante solo puede ser uno. No tiene por qué ser el padre. No todas tienen padre. O hermanos. O hijos. Pero todas tienen a alguien que es El Más Importante.

Aquel con quien, durante años y décadas, empieza la mañana del 8 de marzo.

Para Lolita y para mí, ese es nuestro padre. Para quien, desde el día en que nacimos, seguimos siendo Sus Señoritas.

Porque lo más importante para una mujer es saber que la quieren. Mucho.

Feliz día a todas nosotras, las que amamos y nos aman.

Y gracias, a nuestros Hombres Más Importantes, por este día.


Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *