Hoy fue un día más en servicio. Mi compañero y yo estábamos patrullando un tramo de autopista conocido por los frecuentes accidentes, especialmente donde la recta invita a pisar el acelerador. Todo parecía rutinario, demasiado tranquilo.

Hasta que un sedán plateado nos adelantó como si no estuviéramos allí. Miré el radar: 150 km/h. Autopista vacía, pleno día. Uno podría pensar que la conductora iba con prisa, pero eso no justifica saltarse la ley.

Revisé las placas: sin antecedentes, matriculadas correctamente, sin alertas. Encendí las luces, activé la sirena y ordené que se detuviera. El coche redujo la velocidad un instante, pero luego aceleró de nuevo.

Por el megáfono, dije con firmeza:

—¡Conductora, deténgase inmediatamente! Ha infringido las normas de tráfico y habrá consecuencias.

Tras unos cientos de metros, el coche finalmente se detuvo en el arcén. Salí y, siguiendo el protocolo, me acerqué a la ventanilla. Al volante, una mujer joven, de unos treinta años. Su rostro estaba pálido, nervioso, los ojos llenos de temor.

—Señora, ¿sabe cuál es el límite de velocidad en este tramo?

—Sí… sí, lo sé… —murmuró, casi ahogándose.

—¿Puede enseñarme su carnet y documentos? —pregunté con severidad, inclinándome hacia la ventana.

Fue entonces cuando vi algo extraño bajo sus pies. En el suelo del coche había… un charco. Pero no era agua derramada. Lo entendí al instante: se le había roto aguas.

—Señora… ¿ha roto aguas?

—Por favor… ayúdeme… estoy sola… no hay nadie… —lloró.

No lo dudé. Llamé por radio para avisar de que escoltaba a una embarazada al hospital más cercano. La trasladamos a nuestro coche patrulla y conduje rápido, pero con cuidado. Sus gritos aumentaban: las contracciones se intensificaban.

Le sujeté la mano, intentando calmarla mientras luchaba por mantener la serenidad.

Llegamos al hospital en el último momento. El personal ya esperaba fuera, avisado por mi llamada. La llevaron rápidamente a maternidad.

Horas después, regresé, aún impactado por lo sucedido. Una matrona salió al pasillo y, sonriendo, me dijo:

—Enhorabuena, ha sido una niña. Fuerte y sana. La madre está bien.

Momentos así me recuerdan por qué valoro este trabajo. La ley importa. Pero la compasión importa más.


Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *