Sofía caminaba despacio por la calle, moviendo los pies en piloto automático. El día había sido insoportablemente largo: dos reuniones, un conflicto con un proveedor, informes que tuvo que rehacer por un error del becario. Al caer la tarde, su cabeza zumbaba y los pensamientos se le enredaban. Sofía solo soñaba con una cosa: llegar a casa, quitarse los incómodos tacones, darse una ducha caliente y dejarse caer en la cama.
En el bolso vibraba el móvil. Sofía lo sacó con fastidio, imaginando que sería su marido, Pablo, preguntando qué preparar para la cena. Pero al mirar la pantalla, vio con sorpresa un número desconocido. Normalmente no atendía llamadas de extraños, pero algo le dijo que debía contestar.
—Diga —respondió con cansancio, mientras seguía caminando hacia casa.
—¡¿Dónde te metes, burra?! ¡Llevamos una hora esperando en tu portal y se nos cae el cuerpo de hambre! —rugió una voz bronca al otro lado.
Sofía se detuvo en seco, en mitad de la acera. A su alrededor, la gente seguía su camino, esquivando a aquella mujer petrificada, mientras su mente intentaba procesar lo que acababa de oír. Aquella voz áspera, con esos modales de cuartel, solo podía pertenecer a una persona: Martina, la tía de su marido.
—¿Perdona? —preguntó Sofía, esperando haberse equivocado.
—¡¿Es que no oyes?! —resopló Martina, irritada—. ¡Hemos venido! Yo, tu suegra y Javi. Llevamos una hora aquí plantados. ¡¿Es que se te ha olvidado?!
Sofía frunció el ceño, intentando recordar qué había podido olvidar. No era ningún cumpleaños, ningún santo… Nadie le había avisado de la visita.
—Martina, lo siento, pero no sabía que veníais —dijo con cuidado.
—¡¿Cómo que no lo sabías?! —chilló la mujer—. ¡Pablo y yo lo hablamos hace una semana! Él tenía que decírtelo.
Sofía respiró hondo. Maravilloso. Otro “regalito” de su marido. Pablo tenía la costumbre de “olvidarse” de cosas importantes para evitar problemas.
—Pablo no me ha dicho nada —respondió firme—. Me he quedado tarde trabajando. Llegaré en unos cuarenta minutos.
—¡¿Cuarenta?! —Martina casi estalla—. ¡Nos morimos de hambre y estamos hechos polvo después del viaje! ¿No puedes venir antes?
Sofía sintió cómo la irritación crecía dentro de ella. Los familiares de su marido aparecían sin avisar, la trataban mal y encima exigían que corriera a atenderlos… Una idea relámpago cruzó su mente: *¿Y si hoy me hubiera quedado en casa de mi amiga? ¿O me hubiera ido de viaje de trabajo?*
—Mira, no tenía ni idea de que veníais —dijo, intentando mantener la calma—. Dame tiempo para llegar.
—¡No tenemos todo el día! —bufó Martina—. ¡Javi está que se sube por las paredes!
Javi, el primo de Pablo: un treintañero que aún vivía con su madre y no sabía freírse un huevo.
—¿Y dónde está Pablo? —preguntó Sofía, sintiendo cómo la rabia hervía.
—¡¿Y yo qué sé?! No coge el teléfono. Seguro que se ha entretenido —espetó Martina, impaciente—. ¿Vienes o no?
Sofía colgó sin despedirse. El corazón le latía con fuerza. Marcó el número de Pablo. Largo tono, buzón de voz. Lo intentó de nuevo: lo mismo. Conocía ese truco: Pablo esquivaba las llamadas cuando sospechaba problemas.
*”Así que lo sabe”*, pensó Sofía. *”Y se esconde como un cobarde. Como siempre, me deja a mí el marrón.”*
El móvil volvió a sonar. Esta vez era su suegra, Carmen.
—Sofi, cariño, ¿cuándo llegas? —dijo con voz melosa—. Aquí nos estamos helando, y Martina está que trina.
—Carmen, perdona, pero no sabía que veníais —respondió Sofía, conteniendo el tono—. Pablo no me dijo nada.
—¿En serio? —fingió sorpresa—. ¡Él me juró que te lo había comentado! Bueno, cosas que pasan. Date prisa, cielo. Martina es un huracán cuando tiene hambre.
Sofía cerró los ojos, contando hasta diez. Siempre lo mismo: ella tenía que dejar todo y solucionar un lío que no había armado.
*”¿Por qué tengo que pagar yo los platos rotos?”*, pensó. *”¿Por qué esto se considera normal?”*
De repente, Sofía entendió que no estaba enfadada con ellos, sino con la situación. Con que todos dieran por sentado que debía dejarlo todo para servirles.
—Carmen, voy para casa, pero no esperes que llegue y me ponga a cocinar —dijo con firmeza—. Estoy agotada. Si tenéis hambre, cerca hay un bar.
—¡¿Un bar?! —Carmen se ofendió—. ¡Pero si somos familia! Además, a Javi le sienta fatal la comida de esos sitios.
*”¿En serio?”*, pensó Sofía, recordando cómo Javi engullía hamburguesas la última vez como si no hubiera visto comida en una semana.
Se dio cuenta de que los familiares de Pablo estaban acostumbrados a que todos bailaran a su son. Sobre los edificios, las nubes oscuras anunciaban tormenta, y solo de pensarlo, Sofía sintió un peso en el pecho.
¿Qué estaba pasando? ¿Por qué tenía que correr a casa para satisfacer los caprichos de gente que ni siquiera se molestó en avisar? ¿Por qué Pablo, cobarde, no cogía el teléfono y la dejaba sola ante el problema?
*”¿Y por qué no?”*, le susurró una voz traviesa.
Sofía giró sobre sus pasos y se dirigió en dirección contraria a casa. A la vuelta de la esquina había una pequeña cafetería donde servían una lasaña divina y un tiramisú que llevaba meses queriendo probar. Sin dudarlo, empujó la puerta y eligió una mesa junto a la ventana.
—Buenas tardes —saludó la camarera con una sonrisa—. ¿Qué va a tomar?
—Lasaña y una copa de blanco —respondió Sofía, sintiendo de pronto un hambre voraz—. Y de postre, el tiramisú.
El móvil volvió a sonar. Martina. Sofía rechazó la llamada. Un minuto después: Carmen. Luego, un mensaje de Pablo: *”¿Dónde estás? Mi madre dice que no contestas. Están esperando en casa.”*
Sofía sonrió. Vaya, el marido aparecía cuando la cosa se ponía fea.
*”Me he quedado tarde en el trabajo. Llegaré más tarde”*, respondió cortante y silenció el teléfono.
La camarera trajo el vino. Sofía dio un sorbo y sintió cómo la tensión se escurría poco a poco. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de malo que esperaran un rato? ¿O que resolvieran sus propios problemas? El mundo no se iba a acabar por eso.
El móvil, en silencio, seguía vibrando con llamadas interminables. Sofía lo apagó del todo. Por primera vez en mucho tiempo, sintió algo extraño: una mezcla de culpa y liberación. Recordó las palabras de su amiga: *”Siempre cargas con problemas ajenos que acaban siendo tuyos.”*
Qué pena no haberse dado cuenta antes de cuántas veces se había dejado avasallar. Toda esa carrera por complacer, esas disculpas por errores que no eran suyos… ¿Para qué? ¿Para que la tía de su marido la llamara *Y mientras saboreaba el último bocado de tiramisú, Sofía supo que, por fin, había encontrado el secreto para vivir en paz: poner sus necesidades al mismo nivel que las de los demás.
Leave a Reply