María caminaba lentamente por la calle, arrastrando los pies como un autómata. El día había sido insoportablemente largo: dos reuniones interminables, un conflicto con un proveedor, informes que tuvo que rehacer por culpa de un becario. Al caer la tarde, le resonaba la cabeza y los pensamientos se le enredaban como madejas. Solo anhelaba una cosa: llegar a casa, quitarse los incómodos zapatos, darse una ducha caliente y hundirse en el sueño.

El móvil vibró en su bolso. María lo sacó con gesto cansino, suponiendo que sería su marido, Álvaro, preguntando qué preparar para la cena. Pero al mirar la pantalla, vio con sorpresa un número desconocido. Normalmente no contestaba llamadas extrañas, pero algo le dijo que debía responder.

“Diga”, murmuró con voz agotada, sin dejar de caminar hacia casa.

“¿Dónde demonios andas, borrega? Llevamos una hora plantados frente a tu portal, que nos morimos de hambre”, resonó una voz áspera al otro lado. María se detuvo en seco, como clavada en la acera. La gente fluía a su alrededor, ajena a su congelación. Aquella voz bronca, con ese deje inconfundible, pertenecía a Tía Remedios, la hermana de la suegra.

“¿Cómo dice?”, preguntó María, esperando haber oído mal.

“¿Es que estás sorda?”, bufó la mujer al teléfono. “¡Hemos venido! Yo, tu suegra y el pequeño Paco. Una hora esperando. ¿O es que se te ha olvidado?”

María frunció el ceño, rebuscando en su memoria. No era ningún cumpleaños ni festivo. Nadie le había avisado de esta visita.

“Remedios, lo siento, pero no sabía que vendríais”, dijo con cautela.

“¿Que no lo sabías? ¡Si lo acordamos con Álvaro hace una semana! Él debía decírtelo.” María respiró hondo. Fantástico, otra “sorpresa” de su encantador esposo. Álvaro tenía una habilidad especial para “olvidar” comunicarle cosas comprometedoras.

“Álvaro no me ha dicho nada”, respondió con firmeza. “Estoy saliendo del trabajo, llegaré en cuarenta minutos.”

“¿Cuarenta minutos?”, la indignación tronó en el auricular. “¡Llevamos el estómago vacío y cansados del viaje! ¿No puedes venir antes?”

María sintió cómo la irritación le subía por la garganta. ¿Así que ahora, además de aparecerse sin avisar, pretendían que abandonase todo para servirles? Una idea relampagueó en su mente: “¿Y si hoy me hubiese quedado en casa de mi amiga Lucía? ¿O de viaje de trabajo?”

“Mire, no estaba al tanto de su visita”, dijo, conteniendo el tono. “Necesito tiempo para llegar.”

“No podemos esperar más”, espetó Remedios. “¡Que el pobre Paco se va a desmayar de hambre!” Paco, el primo de Álvaro, un treintañero que seguía viviendo con su madre y era incapaz de freírse un huevo.

“¿Y Álvaro?”, preguntó María, notando cómo la rabia le hervía.

“¿Qué sé yo? No coge el teléfono. Seguro que se ha entretenido”, refunfuñó Remedios. “¿Vienes o no?” María colgó sin despedirse. El corazón le latía con fuerza. Marcó el número de Álvaro. Tonos largos, luego el buzón. Lo intentó de nuevo: misma respuesta. Conocía ese truco: Álvaro esquivaba las llamadas cuando anticipaba problemas.

“Así que lo sabe perfectamente”, pensó. “Y se esconde como un cobarde. Como siempre, deja que yo cargue con el muerto.”

El móvil volvió a sonar. Esta vez era la suegra, Doña Consuelo.

“María, cariño, ¿cuándo llegas?”, la voz melosa de la suegra rezumaba falsa dulzura. “Nos estamos helando aquí, y Remedios está que trina.”

“Doña Consuelo, perdone, pero no sabía que vendrían”, dijo María, forzando un tono amable. “Álvaro no me avisó.”

“¿En serio?”, fingió sorpresa la suegra. “¡Él me juró que te lo había dicho! Bueno, cosas que pasan. Date prisa, hija. Remedios se pone insoportable cuando tiene hambre.” María cerró los ojos, contando mentalmente hasta diez. Siempre lo mismo: todos esperaban que ella abandonase sus cosas para resolver situaciones que ni siquiera había creado.

“¿Por qué debo responder por la irresponsabilidad ajena?”, pensó. “¿Desde cuándo es esto normal?”

De pronto comprendió que su enfado no iba dirigido solo a los parientes, sino a toda la situación. A esa idea absurda de que podían llamarla para exigirle que los atendiera inmediatamente.

“Doña Consuelo, iré para casa, pero no esperen que llegue y me ponga a cocinar”, dijo con firmeza. “Estoy agotada. Si tienen hambre, hay un bar cerca de casa.”

“María, ¿qué dices?”, la voz de la suegra goteaba falsa ofensa. “¿Ir a un bar? ¡Si somos familia! Además, al pobre Paco le sienta fatal la comida de esos sitios.”

“¿En serio?”, pensó María con sarcasmo, recordando cómo Paco devoraba hamburguesas como un poseso la última vez.

Entendía perfectamente el juego: los parientes de Álvaro estaban acostumbrados a que todos bailasen a su son. Sobre los edificios, las nubes oscuras anunciaban tormenta. Y ante esa idea, a María solo le invadió un cansancio infinito.

¿Qué estaba pasando? ¿Por qué debía correr a casa para satisfacer caprichos de gente que ni siquiera se molestó en avisar? ¿Por qué Álvaro, cobarde, no cogía el teléfono, dejándola sola ante el problema?

“¿Y por qué no?”, surgió un pensamiento rebelde.

María giró en redondo y tomó dirección contraria a su casa. A la vuelta de la esquina había una pequeña cafetería donde servían una lasaña divina y un tiramisú que llevaba meses queriendo probar. Empujó la puerta con determinación y eligió una mesa junto al ventanal.

“Buenas tardes”, sonrió la camarera. “¿Qué van a tomar?”

“Lasaña y una copa de vino blanco”, sintió de pronto el hambre. “Y de postre, tiramisú.”

Apenas hizo el pedido, el móvil vibró de nuevo. Remedios. Rechazó la llamada. Un minuto después, otra: la suegra. Luego un mensaje de Álvaro: “¿Dónde estás? Mamá dice que no contestas. Están esperando.”

María esbozó una sonrisa irónica. Vaya, el marido aparecía cuando el agua le llegaba al cuello.

“Me he retrasado en el trabajo. Llego tarde”, respondió lacónicamente antes de silenciar el teléfono.

La camarera trajo el vino. María dio un sorbo y notó cómo la tensión se escurría. ¿Qué tenía de malo que los parientes esperasen? ¿O que resolvieran sus problemas? El cielo no se caería por eso.

El móvil, en silencio, seguía vibrando con llamadas interminables. María lo apagó directamente. Por primera vez en años, experimentó una sensación extraña: culpa mezclada con liberación. Recordó las palabras de su amiga Lucía: “Siempre cargas con problemas ajenos que acaban siendo tuyos”.

Qué pena que solo ahora entendiese cuánto se había dejado pisotear. Toda esa carrera al primer silbido, disculparse por errores ajenos, complacer a todos… ¿Para qué? ¿Para que la tía de su marido la llamase “borrega”?

La lasaña estaba exquisita. O quizá era la libertad recién descubierta al priorizarse. María no tuvo prisa. Disfrutó del plato, del postre, del café. Pequeñez, pero el alma se le aligeraba.

Al final tuvo que volver a casa. Esperaba un escándalo, pero la recibEl portal estaba vacío, solo un mensaje de Álvaro en el móvil: “Han ido a buscar comida, ahora entienden lo que se siente al no ser avisado”.


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