Victoria caminaba despacio por la calle, con los pies moviéndose casi por inercia. El día había sido interminable: dos reuniones, un conflicto con un proveedor, informes que tuvo que rehacer por un error del becario. Al caer la tarde, le dolía la cabeza y los pensamientos se le enredaban. Solo deseaba una cosa: llegar a casa, quitarse esos zapatos incómodos, darse una ducha caliente y hundirse en el sueño.

El teléfono vibró en su bolso. Victoria lo sacó con desgana, imaginando que sería su marido, David, preguntándole qué preparar para la cena. Pero al mirar la pantalla, vio con sorpresa un número desconocido. Normalmente no contestaba a llamadas de números que no reconocía, pero algo le decía que debía responder.

—Dígame —dijo cansada, sin dejar de caminar hacia casa.

—¿Dónde te metes, borrega? ¡Llevamos una hora plantados delante de tu portal, que nos morimos de hambre! —rugió una voz grosera al otro lado.

Victoria se detuvo en seco en medio de la acera. La gente pasaba a su alrededor, ajena a su congelación. Aquella voz, áspera y con ese tono característico, solo podía ser la de la tía de su marido, Rosa María.

—¿Disculpe? —preguntó Victoria, esperando haber entendido mal.

—¿Es que no oyes? —resopló Rosa María, irritada—. ¡Que hemos llegado! Yo, tu suegra y Sergio. Llevamos una hora aquí. ¿O es que se te ha olvidado?

Victoria frunció el ceño, intentando recordar qué había podido olvidar. No había ningún cumpleaños ni festivo. Nadie le había avisado de esta visita.

—Rosa María, lo siento, pero no sabía que veníais —dijo con cautela.

—¿Cómo que no lo sabías? —chilló la mujer—. ¡David y yo lo hablamos hace una semana! Él tenía que habértelo dicho.

Victoria respiró hondo. Perfecto, otra “sorpresa” de su encantador marido. David tenía la costumbre de “olvidar” comunicarle cosas importantes para no cargar con la responsabilidad.

—David no me ha dicho nada —respondió con firmeza—. Me he quedado tarde en el trabajo, llegaré en unos cuarenta minutos.

—¡¿Cuarenta?! —el tono de Rosa María destilaba indignación—. ¡Tenemos hambre, estamos cansados del viaje! ¿No puedes venir antes?

Victoria notó cómo la irritación crecía dentro de ella. Los familiares de su marido aparecían sin avisar, la trataban mal y exigían que dejara todo para correr a darles de comer. Una idea relampagueó en su cabeza: *¿Y si hoy me hubiera quedado en casa de mi amiga? ¿O me hubiera ido de viaje de trabajo?*

—Mire, no sabía que veníais —dijo, intentando mantener la calma—. Necesito tiempo para llegar.

—¡No podemos esperar más! —bufó Rosa María—. ¡Sergio se va a subir por las paredes del hambre!

Sergio, el primo de David, un tipo de treinta y cinco años que aún vivía con su madre y no sabía ni freírse un huevo.

—¿Y dónde está David? —preguntó Victoria, sintiendo cómo la rabia hervía.

—¿Y yo qué sé? No coge el teléfono. Seguro que se ha retrasado —dijo Rosa María con impaciencia—. ¿Vienes o qué?

Victoria colgó sin despedirse. El corazón le latía fuerte de indignación. Marcó el número de David. Tonos largos, luego el buzón de voz. Lo intentó de nuevo, mismo resultado. Conocía ese truco: David no cogía el teléfono cuando presagiaba una discusión.

*”Así que lo sabe perfectamente”*, pensó—. *Y se esconde como un cobarde. Como siempre, deja que yo cargue con el problema.”*

El teléfono volvió a sonar. Esta vez era su suegra, Carmen.

—Victoria, cariño, ¿cuándo llegas? —la voz de Carmen sonaba empalagosamente dulce—. Aquí nos estamos helando, y Rosa está que trina.

—Carmen, perdone, pero no sabía que vendríais —contestó, intentando mantener la compostura—. David no me ha dicho nada.

—¿Ah, no? —fingió sorpresa—. ¡Pues él me juró que te lo había comentado! Bueno, ya sabes cómo son los hombres. Date prisa, cielo, que Rosa con el estómago vacío es insoportable.

Victoria cerró los ojos, contando mentalmente hasta diez. Otra vez lo mismo: todos esperaban que ella corriera a solucionar un lío que ni siquiera había creado.

*¿Por qué tengo que pagar los platos rotos de otros? ¿Por qué esto se considera normal?*

De pronto, entendió que su enfado no era solo con los parientes, sino con toda la situación. Con esa idea de que era normal llamarla y exigir que lo dejara todo para atenderlos.

—Carmen, voy para casa, pero no esperen que llegue y me ponga a cocinar —dijo con firmeza—. Estoy cansada, ha sido un día duro. Si tienen hambre, hay un bar cerca.

—Victoria, ¡cómo dices eso! —Carmen adoptó un tono ofendido—. ¡Somos familia! Además, a Sergio le sienta mal la comida de los bares.

*”¿En serio?”*, pensó Victoria con sarcasmo, recordando cómo Sergio devoraba comida rápida la última vez que se vieron.

Entendía perfectamente que los familiares de David estaban acostumbrados a que todos bailaran a su alrededor. El cielo se oscurecía, presagiando tormenta, y solo de pensarlo la invadió el cansancio.

¿Qué estaba pasando? ¿Por qué tenía que correr a casa para satisfacer los caprichos de gente que ni siquiera se molestó en avisar? ¿Por qué David, cobarde, no cogía el teléfono dejándola sola frente al problema?

*”¿Y si no lo hago?”*, cruzó por su mente una idea audaz.

Victoria giró y se dirigió en dirección contraria a su casa. A la vuelta de la esquina había una cafetería acogedora donde servían una pasta carbonara exquisita y un tiramisú que llevaba tiempo queriendo probar. Empujó la puerta con decisión y eligió una mesa junto a la ventaVictoria sonrió al saborear el primer bocado de su cena, sabiendo que, por primera vez, había elegido su propio bienestar sobre las exigencias ajenas, y no había nadie en el mundo que pudiera reprochárselo.


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