La mansión de los Delgado se alzaba imponente y silenciosa, sus suelos de mármol reluciendo bajo el tenue fulgor de los candelabros. Fuera, el viento invernal arañaba los altos ventanales de cristal, sacudiéndolos con cada ráfaga helada. Pero dentro, el aire era espeso y pesado. Cálido, un calor que se aferraba más a las paredes que a los corazones de quienes habitaban allí.
Lucía ajustó su uniforme de sirvienta verde esmeralda y se frotó el brazo a través de los finos guantes de limpieza. Su antebrazo aún ardía donde un moretón, profundo y violáceo, había comenzado a florecer más temprano. Había aprendido hace mucho que los moretones eran más fáciles de ocultar que las palabras dichas fuera de lugar. En la casa de los Delgado, el silencio era supervivencia.
Llevaba catorce horas de pie, fregando, puliendo, quitando el polvo, pero su trabajo no terminaba ahí. Los gemelos se habían dormido exhaustos después de llorar sin consuelo, y solo Lucía había acudido. Sus llantos habían rasgado el aire durante lo que pareció una eternidad, y nadie más vino.
Los niños, de apenas tres meses, yacían ahora sobre una fina manta blanca extendida en la alfombra, vestidos con monos azul claro idénticos. Sus pequeños pechos subían y bajaban al unísono, frágiles y serenos. Sus mejillas, sonrosadas, se tocaban suavemente mientras dormían, buscando calor no en su padre ni en su familia, sino en la única mujer que se quedó.
Lucía se arrodilló a su lado, su cuerpo dolorido, su espíritu al límite. Cuando la contrataron seis meses atrás, le dijeron que su trabajo sería solo la limpieza, pero la realidad se reveló pronto. Las niñeras iban y venían, sin durar más de unas semanas. Cuando se marchaban, nadie las reemplazaba. Era más fácil para los Delgado cargar a Lucía con el rol de cuidadora que buscar ayuda.
La madre de los niños se había ido desde el parto, su memoria susurrada entre el personal como si pronunciar su nombre perturbara su paz. Eduardo Delgado, su padre, era un hombre cuyo nombre inspiraba respeto en los despachos y cuyas decisiones movían mercados. Pero en su hogar, era un fantasma. Lucía observó a los gemelos dormir, su corazón oprimido por amor y preocupación.
Esa misma noche, uno tuvo fiebre, sus pequeños puños apretados por el dolor, mientras el otro gritó hasta quedarse ronco. Lucía los meció, tarareó y consoló como pudo. Sus brazos temblaban ahora por el esfuerzo. No se atrevía a dejarlos en la habitación infantil. Demasiado fría, las cunas demasiado duras.
Así que se quedó aquí, donde la alfombra guardaba el calor del resplandor dorado de la lámpara. La fatiga la embargaba. Se acostó junto a los niños, su mejilla apoyada en el brazo, su mano enguantada extendida sobre la manta en un gesto protector. Escuchó su respiración suave, prometiéndose no cerrar los ojos. Pero el cansancio la traicionó.
Solo sería un momento.
La casa estaba en silencio cuando la puerta principal se abrió. Eduardo Delgado entró, sus pasos firmes, su traje azul marino impecable, su corbata roja perfecta. Llevaba su maletín en una mano mientras la otra aflojaba el nudo. Al avanzar, se detuvo en seco. Allí, en el salón, estaba su sirvienta tendida en el suelo, su cabeza a centímetros de sus hijos.
Los gemelos dormían en la alfombra, sus mejillas rozando la suave manta. El brazo de Lucía extendido como un guardián silencioso. Él vio el moretón, leve pero innegable. Su voz cortó el silencio como un cuchillo.
—¿Qué demonios pasa aquí?
Lucía despertó sobresaltada, su pulso acelerado. Se incorporó de golpe, mirando entre él y los niños. Uno de los bebés gimió.
—Te he hecho una pregunta —insistió Eduardo, avanzando—. ¿Por qué están mis hijos en el suelo? ¿Por qué estabas tú ahí? —Se interrumpió, su mirada clavada en el moretón—. ¿Qué te ha pasado en el brazo?
Lucía tragó saliva, su voz queda.
—Estaban llorando. Necesitaban…
—Para eso tienen niñera —espetó él.
Ella alzó la barbilla. Por primera vez, no cedió.
—No, no la tienen. Solo estoy yo.
Un destello de duda cruzó su rostro, pero su tono permaneció frío.
—Hablamos ahora en mi despacho.
Lucía sintió un nudo en el pecho al mirar a los gemelos, aún dormidos, tan pequeños y ajenos a todo. Se levantó lentamente, las rodillas rígidas por horas en el suelo, y lo siguió.
El despacho estaba en penumbra, iluminado solo por el fuego. Las sombras bailaban sobre los rasgos afilados de Eduardo mientras dejaba el maletín. Su voz era una orden.
—Explícate.
Las manos de Lucía temblaban, pero sus palabras fueron firmes.
—Los gemelos no tienen cuidados desde hace semanas. La última niñera renunció, y nadie la reemplazó. Yo limpio, cocino, los cuido porque nadie más lo hace. Esta noche, uno tenía fiebre. No podía dejarlo en esa habitación helada. Por eso me quedé con ellos donde hacía más calor.
Su mandíbula se tensó.
—¿Y por qué estabas acostada ahí?
Lucía lo miró directamente. Su pecho temblaba, pero no cedió.
—Porque estaba agotada. Trabajo desde el amanecer. No he comido desde la mañana. Cuando dejaron de llorar, me quedé cerca por si despertaban. No quise dormirme. Pero si tuviera que hacerlo de nuevo, lo haría. Se sentían seguros.
Algo cambió en la expresión de Eduardo. Su ira se amortiguó, reemplazada por un peso más denso.
—¿El moretón? —preguntó.
Lucía se tocó el brazo instintivamente.
—Uno de tus invitados, la semana pasada, en la fiesta. Me empujó cuando pasaba con una bandeja. Caí. Nadie lo notó —hizo una pausa—. O quizá a nadie le importó.
Eduardo se quedó inmóvil. Recordó esa noche. El champán, las risas, el ruido de tratos y conexiones que no había visto. O tal vez no había mirado.
—Deberías habérmelo dicho —murmuró.
—¿Habría importado? —su voz se quebró—. Ni siquiera los ves, señor Delgado. No ves a tus hijos. Lo único que tienen esEntonces, Eduardo tomó su mano con suavidad y susurró: “A partir de hoy, no estarán solos nunca más”, mientras las lágrimas de Lucía resbalaban por su rostro y los gemelos dormían en paz, por fin protegidos por el amor que los unía.


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