**El vestido de la suegra**

Lucía sintió que algo raro pasaba en cuanto cruzó la puerta del restaurante. Algo no cuadraba: estaba demasiado vacío para un viernes por la noche, la luz era demasiado tenue y el maître sonreía con demasiado esfuerzo. Sin embargo, Pablo parecía tranquilo, aunque sus dedos, apretando la mano de Lucía, temblaban levemente.

—Su mesa —anunció el maître, apartando una silla.

Lucía se detuvo en la entrada de una pequeña sala VIP. Cientos de velas titilaban en la penumbra, proyectando sombras sobre el mantel blanco impecable. En el centro, un jarrón con rosas granate, sus favoritas. De fondo, música suave.

—Pablo —susurró Lucía—, ¿qué está pasando?

En lugar de contestar, él se arrodilló. Entre sus dedos temblorosos brilló un anillo.

—Lucía Martínez —dijo con voz solemne—, llevo tiempo pensando cómo hacer este momento especial. Pero al final entendí que no importa dónde ni cómo. Lo único que importa es… ¿aceptas ser mi esposa?

Ella miró su rostro nervioso, el mechón rebelde en su frente, la sonrisa tímida, y sintió que el corazón se le llenaba de ternura.

—Sí —susurró—. ¡Claro que sí!

El anillo se deslizó en su dedo. Lucía se abrazó a Pablo, respirando su colonia familiar, y pensó: esto es la felicidad. Simple y clara, como un día de sol.

Pero apenas una semana después, la calma se rompió.

—¿Cómo que *ustedes solos*? —exclamó Isabel Fernández, la futura suegra, ajustándose el perfecto recogido—. ¡Eso no puede ser! Una boda es cosa seria. Se necesita experiencia, sabiduría femenina. Mira, ya tengo reservado un restaurante maravilloso…

—Mamá —interrumpió Pablo con suavidad—, agradecemos tu ayuda, pero queremos organizarlo nosotros.

—¿Ustedes? —Isabel alzó las manos al cielo—. ¡Pero si no tienen idea! Mi sobrina Carlota…

Lucía observaba en silencio cómo su futura suegra recorría el salón de su piso, hablando sin parar de tradiciones, modales y la importancia de «no quedar mal ante los invitados». Todo mientras lanzaba miradas rápidas a los muebles, como si ya planeara redecorar.

—Mamá —insistió Pablo—, ya elegimos el restaurante. *El Jardín de la Reina*, ¿lo conoces?

Isabel frunció el ceño como si le doliera una muela.

—¿Ese sitio moderno? ¡Ni hablar! Solo *El Rincón de los Reyes*, ¡ahí tienen unas lámparas increíbles! Y el gerente es un viejo amigo…

—Mamá —la voz de Pablo se endureció—, pagamos la boda nosotros. Y será donde decidamos.

Isabel se calló de golpe. Apretó los labios, alzó la barbilla.

—Bueno, como quieran. Pero luego no digan que no les avisé.

Se marchó, dejando un rastro de perfume caro y la sensación de tormenta próxima.

—Perdón —murmuró Pablo, abrazando a Lucía—. Es que se emociona.

Lucía no dijo nada. Algo le decía que esto solo empezaba.

Y así fue.

Las semanas siguientes fueron una cadena de discusiones, indirectas y críticas disfrazadas. Isabel encontraba fallos en todo: los centros de mesa, la disposición de las sillas…

—¿Peonias rosas? —sacudió la cabeza—. ¿En septiembre? No, solo calas blancas. ¡Y necesitamos otro arco, más elegante! Y los músicos… ¡Dios mío, en serio contratarán a esos amateur? ¡Yo tengo un cuarteto de conservatorio!

Lucía aguantó como pudo, sostenida solo por el apoyo de su madre, Carmen, siempre sensata.

—No le des vueltas —decía—. Tú eres la novia, tú decides. A tu suegra le cuesta aceptar que su hijo ya es mayor.

Pero la tormenta final llegó por el pastel.

—¡Dios mío, miren esto! —Isabel agitó un catálogo de pastelería—. ¿Tres pisos… y sin rosas de azúcar? ¿Dónde están las figuritas de los novios?

—Mamá —Pablo suspiró—, queremos algo simple y elegante. Nada de exageraciones.

—¿Simple? —la voz de Isabel tembló de indignación—. ¿Quieres avergonzarme delante de toda Sevilla? ¡Que digan que el hijo del arquitecto Fernández tiene un pastel de cafetería!

Lucía estalló.

—Isabel, hablemos claro. Esta es *nuestra* boda. No la suya.

El silencio fue glacial.

Isabel palideció, luego enrojeció, y se levantó de un salto.

—Bien —dijo entre dientes—, veo que sobro aquí. ¡Hagan lo que quieran!

Salió dando un portazo que hizo temblar los cristales.

—Ya está —Pablo suspiró—, se ha ofendido.

Lucía calló. No podía más.

Dos días después, el desastre.

En la última prueba de vestido, Lucía escuchó por casualidad a la dependienta:

—Sí, Isabel Fernández, su vestido estará listo. Qué tono tan bonito, ¿verdad? Crema claro, casi como el de la novia…

A Lucía se le nubló la vista. Salió corriendo del local y, con los dedos temblorosos, marcó el número de su madre.

—Mamá —lloró—, lo hace adrede… Quiere arruinarlo todo… Se compró un vestido como el mío…

—Tranquila, niña —Carmen habló con firmeza—. Confía en mí. Yo lo arreglo.

—¿Cómo? —sollozó Lucía.

—Solo espera. Y no te preocupes.

La llamada se cortó.

Lucía se quedó en la calle, sintiendo cómo la angustia la ahogaba. Faltaban tres días para la boda, y ya ni siquiera estaba segura de querer celebrarla.

La mañana de la boda amaneció con lluvia. Lucía miraba por la ventana las gotas correr por el cristal, intentando calmar el tembleque de sus rodillas. Atrás, la peluquera y la maquilladora trabajaban, pero sus voces sonaban lejanas.

—Lucía, no te muevas —dijo la peluquera, sujetando un rizo rebelde—. Así, bien…

Lucía obedeció. Solo podía pensar en una cosa: ¿qué vestido llevaría hoy Isabel? ¿De verdad se atrevería?

—¡Hija mía! —Carmen entró radiante—. Déjame verte.

Lucía se giró. Su madre se quedó quieta, llevándose las manos a la cara.

—¡Madre mía, qué guapa estás!

—Mamá —Lucía buscó su mirada—, ¿has… hecho algo?

Carmen sonrió misteriosa.

—No te preocupes. Hoy es tu día. Y nadie lo estropeará.

En el registro civil, Lucía apenas recordaba nada. Todo se mezcló: la música, la voz del juez, los ojos brillantes de Pablo, los flashes de las cámaras. El anillo tardó en entrar —sus dedos no dejaban de temblar—, pero al fin se deslizó en su lugar.

—¡Los declaro marido y mujer!

El primer beso como esposos fue torpe; Lucía no dejaba de buscar entre los invitados algún vestido crema claro. Pero Isabel no estaba.

—Irá al restaurante directamente —susurró Pablo—. Dijo que tenía un lío con el peinado…

Lucía asintió. El presentimiento la ahogaba.

En *El Jardín de la Reina*, los aplausos los recibieron. El lugar era perfecto: manteles blancos, lu—¿Lista para nuestra primera danza? —preguntó Pablo, tomando su mano mientras la orquesta comenzaba a tocar y las risas de los invitados se mezclaban con el murmullo de la lluvia que seguía cayendo afuera.


Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *