Alicia sintió que algo no iba bien en cuanto cruzó la puerta del restaurante. Había algo extraño: demasiado vacío para un viernes por la noche, la luz demasiado tenue, el maître sonriendo con demasiada afectación. Sin embargo, Javier se mantenía sereno, aunque sus dedos, apretando su mano, temblaban levemente.

—Su mesa—, anunció el maître, apartando una silla. Alicia se quedó paralizada en el umbral de la pequeña sala VIP. Cientos de velas titilaban en la penumbra, proyectando sombras caprichosas sobre el mantel blanco como la nieve. En el centro de la mesa, un jarrón con rosas granate, sus favoritas. De fondo, una música suave.

—Javi—, susurró Alicia—, ¿qué está pasando?

Sin responder, él se arrodilló. Entre sus dedos temblorosos brilló un anillo.

—Alicia Martínez—, declaró con solemnidad—, llevo mucho tiempo pensando cómo hacer este momento especial. Pero al final entendí que no importa el cómo ni el dónde. Solo importa una cosa: ¿aceptas ser mi esposa?

Ella observó su rostro nervioso, el mechón rebelde sobre su frente, su sonrisa tímida, y sintió cómo su corazón se llenaba de una ternura indescriptible.

—Sí—, murmuró—. ¡Claro que sí!

El anillo se deslizó en su dedo. Alicia se aferró a Javier, inhalando el aroma familiar de su colonia, y pensó que allí estaba la felicidad: sencilla y clara como un día de sol.

Pero apenas una semana después, su tranquilidad empezó a resquebrajarse.

—¿Qué queréis decir con “organizarlo vosotros”?— protestó María del Carmen, ajustando su perfecto peinado con gesto irritado—. ¡No, así no se hacen las cosas! Una boda es algo serio, se necesita experiencia, sabiduría femenina. Mira, ya he reservado un restaurante maravilloso…

—Mamá—, interrumpió Javier con suavidad—, agradecemos tu ayuda, pero queremos encargarnos nosotros.

—¿Vosotros?— María del Carmen levantó las manos, exasperada—. ¡Pero si no tenéis ni idea! Mi sobrina Carolina…

Alicia callaba, observando cómo su futura suegra recorría el salón de su piso. María del Carmen no dejaba de hablar: de tradiciones, de protocolo, de “no quedar mal delante de la gente”. Y entre frase y frase, sus ojos rápidos y críticos escudriñaban cada detalle, como si ya calculase qué cambiar.

—Mamá—, intentó Javier de nuevo—, ya hemos elegido el restaurante. “El Jardín de los Naranjos”, ¿lo conoces?

María del Carmen torció el gesto como si le doliera una muela.

—¿”El Jardín de los Naranjos”? ¡Ese sitio moderno! No, no, solo “La Giralda”. Allí tienen unas lámparas espectaculares, un servicio impecable, y el dueño es un viejo amigo…

—Mamá—, la voz de Javier se tornó cortante—, nosotros pagamos nuestra boda. Y la celebraremos donde queramos.

María del Carmen se quedó callada de golpe. Apretó los labios, alzó la barbilla.

—Bien, como queráis. Pero luego no digáis que no os avisé.

Se marchó, dejando tras de sí un rastro de perfume caro y la sensación de una tormenta que se avecinaba.

—Perdón—, dijo Javier, abrazando a Alicia con una sonrisa culpable—. Es que se emociona demasiado.

Alicia no respondió. Una vocecilla interior le susurraba que aquello solo era el principio.

Y así fue.

Las semanas siguientes se convirtieron en una interminable sucesión de discusiones, indirectas y reproches velados. María del Carmen encontraba fallos en todo: los ramos, la disposición de las mesas…

—¿Peonías rosas?— negaba con la cabeza—. ¿En octubre? No, solo calas blancas. Y el arco tiene que ser más solemne. ¿Y los músicos? ¡Por Dios, no me digáis que vais a contratar a esos aficionados! Yo tengo un cuarteto de conservatorio…

Alicia aguantó como pudo. Solo el apoyo de su madre, la tranquila y sensata Isabel Montero, la sostenía.

—No le des importancia—, le decía cuando su hija, agotada tras otra batalla nupcial, iba a llorar con ella—. Tú eres la novia, tú decides. Tu suegra solo tiene miedo de aceptar que su hijo ya es mayor.

Pero la tormenta estalló de verdad por el pastel.

—¡Mirad esto!— María del Carmen agitaba el catálogo de la pastelería—. ¿Tres pisos? ¿Dónde están las rosas de azúcar? ¿Las figuras de los novios?

—Mamá—, dijo Javier, exhausto—, queremos algo sencillo, elegante. Sin ostentación.

—¿Sencillo?— en la voz de María del Carmen temblaban lágrimas—. ¿Quieres humillar a tu madre delante de toda Sevilla? ¡Que digan que el hijo del arquitecto jefe tiene un pastel de cafetería!

Alicia no pudo contenerse.

—María del Carmen, hablemos claro. Esta es nuestra boda. No la suya.

Un silencio helado llenó la habitación.

María del Carmen palideció, luego enrojeció y, de pronto, se levantó de un salto.

—Muy bien—, dijo con voz helada—, ya veo que sobro aquí. ¡Haced lo que queráis!

Salió furiosa, cerrando la puerta con tal fuerza que temblaron los cristales.

—Bueno—, suspiró Javier—, ahora está ofendida.

Alicia calló. Un nudo le apretaba el estómago.

Y dos días después, estalló el escándalo.

Al entrar en la boutique de novias para el último ajuste del vestido, Alicia oyó por casualidad a la encargada hablando por teléfono:

—Sí, sí, María del Carmen, su vestido estará listo. Ese tono marfil claro, casi como el de la novia…

A Alicia se le nubló la vista. Salió corriendo, olvidándose de la prueba, y marcó con dedos temblorosos el número de su madre.

—Mamá—, su voz se quebró entre lágrimas—, lo hace a propósito… Quiere arruinarlo todo… Se ha comprado un vestido como el mío…

—Tranquila, tranquila—, la voz de Isabel sonó firme—. No llores, mi niña. Yo me encargo.

—¿Cómo?— sollozó Alicia.

—Confía en mí. No te preocupes por nada.

El tono de llamada se cortó.

Alicia se quedó en mitad de la calle, sintiendo cómo la desesperación la invadía. Quedaban tres días para la boda, y ya no estaba segura de querer celebrarla.

La mañana de la boda amaneció lluviosa. Alicia miraba por la ventana las gotas resbalando por el cristal, intentando calmar el temblor de sus rodillas. Detrás, la maquilladora y la peluquera trabajaban, pero sus voces sonaban lejanas, como bajo algodón.

—Alicia, no te muevas—, quejaba la peluquera, sujetando un rizo rebelde—. Así, perfecto…

Alicia obedecía, pero solo una idea rondaba su mente: ¿qué vestido llevaría hoy María del Carmen? ¿De verdad se atrevería?

—¡Hija mía!— Isabel entró radiante en la habitación—. Déjame verte.

Alicia se giró. Su madre se quedó quieta en el umbral, con las manos en las mejillas.

—¡Dios mío, qué guapa estás!

—Mamá—, Alicia captó su mirada preocupada—, ¿has… hecho algo?

Isabel solo sonrió, misteriosa.

—No te preocupes. Hoy es tu día,Hoy es tu día, y nada ni nadie podrá arruinarlo.


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