– Esteban, no entiendo lo que quieres, – dijo Catalina, con una mirada de extrañeza.
– No es nada del otro mundo, – respondió Esteban. – Solo quiero estar solo un tiempo, descansar. Ve a la casa de campo, relájate, pierde un par de kilos. Te has dejado llevar.
Él desvió la mirada con desdén hacia la figura de su esposa. Catalina era consciente de que había ganado peso debido a un tratamiento, pero decidió no discutirlo.
– ¿Y dónde está esta casa de campo? – inquirió ella.
– En un lugar muy pintoresco, – sonrió Esteban. – Te va a gustar.
Catalina optó por no replicar. Ella también deseaba un respiro. “Probablemente, solo estamos cansados el uno del otro,” pensó. “Que me extrañe. No volveré hasta que me llame.”
Comenzó a empacar sus cosas.
– ¿No te enfadas? – preguntó Esteban. – Es solo por un tiempo, para descansar.
– No, está bien, – forzó una sonrisa Catalina.
– Entonces me voy, – Esteban le dio un beso en la mejilla y salió.
Catalina suspiró pesadamente. Sus besos habían perdido la calidez de antaño.
El viaje tomó mucho más tiempo del anticipado. Catalina se desvió dos veces de la ruta; el navegador fallaba y no había señal de teléfono. Finalmente, apareció un cartel que indicaba el nombre del pueblo. El lugar era remoto; las casas, aunque de madera, eran ordenadas, con molduras talladas.
“Claramente no hay comodidades modernas aquí,” pensó Catalina.
No se equivocó. La casa era una cabaña medio derruida. Sin auto ni teléfono, se sentía como en un siglo pasado. Catalina sacó su móvil. “Ahora lo llamaré,” decidió, pero no había señal.
El sol se acercaba a su ocaso y Catalina estaba cansada. Si no entraba a la casa, tendría que dormir en el coche.
No quería regresar a la ciudad, ni darle a Esteban un motivo para decir que no podía manejar la situación.
Catalina salió del coche. Su chaqueta roja brillaba con incomodidad en el paisaje rural. Se sonrió a sí misma.
– Bueno, Catalina, no te perderás, – dijo en voz alta.
La mañana la despertó un agudo canto de gallo bajo la ventana del coche, donde había hecho su siesta.
– ¿Qué es este ruido? – murmuró Catalina, bajando la ventanilla.
El gallo la miró con un ojo y volvió a cacarear.
– ¿Por qué gritas tanto? – se indignó Catalina, pero en ese instante, un escobón pasó volando junto a la ventana, y el gallo se calló.
Un anciano apareció en la puerta.
– ¡Hola! – le saludó amablemente.
Catalina lo miró con sorpresa. Parecía salido de un cuento, un personaje que se creía perdido en el tiempo.
– No te enojes con nuestro gallo, – dijo el abuelo. – Es bueno, solo que grita como si estuvieran matándolo.
Catalina se rió, el sueño se desvaneció al instante. El abuelo también sonrió.
– ¿Te quedas con nosotros mucho tiempo o es solo una visita?
– Vengo a descansar, lo que aguante, – respondió Catalina.
– Pasa, niñita. Ven a desayunar. Conocerás a la abuela. Ella hornea empanadas… Pero no hay quien las coma. Los nietos vienen una vez al año, los hijos también…
Catalina no se negó. Era necesario conocer a los vecinos.
La esposa de Pedro Ilyich era la verdadera abuela de cuento: con delantal, pañuelo en la cabeza, una sonrisa sin dientes y arrugas amables. La casa era un remanso de limpieza y calidez.
– ¡Qué bonito tienen aquí! – exclamó Catalina. – ¿Por qué los hijos vienen tan poco?
Ana Matilde hizo un gesto con la mano.
– Les pedimos que no vengan. No hay caminos. Después de la lluvia, es imposible salir. Antes había un puente, aunque viejo. Pero hace cinco años se cayó. Vivimos como eremitas. Una vez a la semana, Esteban va al pueblo. La barca no aguanta. Esteban es fuerte, pero la edad…
– ¡Son empanadas divinas! – alabó Catalina. – ¿Nadie se preocupa por la gente? Alguien debería encargarse de esto.
– ¿A quién le importamos? Solo somos cincuenta personas. Antes éramos mil. Ahora, todos se han ido.
Catalina reflexionó.
– Es raro. ¿Y la administración?
– Al otro lado del puente. Para rodear son 60 kilómetros. ¿Crees que no hemos ido? La respuesta siempre es la misma: no hay dinero.
Catalina comprendió que había encontrado un propósito para su descanso.
– Cuéntame, ¿dónde encuentro a la administración? ¿O vendrán conmigo? No se esperan lluvias.
Los ancianos intercambiaron miradas.
– ¿Serias? Has venido a descansar.
– Totalmente en serio. El descanso puede ser variado. ¿Y si regreso y hay lluvia? Debería hacer algo por mí.
Los ancianos sonrieron cálidamente.
En la administración del pueblo le dijeron:
– ¡Hasta cuándo! Nos hacen parecer villanos. ¡Miren cómo están las calles! ¿Quién piensa que dará dinero para un puente en un pueblo de medio centenar de habitantes? Encuentren un patrocinador. ¿Conocen a Sokolowski? ¿Alguien ha oído de él?
Catalina asintió. Claro que lo conocía; Sokolowski era dueño de la empresa donde trabajaba su esposo. Era de allí, sus padres se mudaron a la ciudad cuando él tenía unos diez años.
Después de pensar toda la noche, Catalina se decidió. Tenía el número de Sokolowski; su esposo había llamado varias veces desde su teléfono. Decidió no mencionar que Esteban era su marido y llamarlo como una desconocida.
La primera vez no pudo hablar con él; en la segunda, Sokolowski la escuchó, guardó silencio y luego se rió.
– Ya había olvidado que allí nací. ¿Cómo está ahora?
Catalina se alegró.
– Muy bonito, tranquilo, la gente es maravillosa. Enviaré fotos y videos. Igor Borísovich, he ido a todas las instituciones – nadie quiere ayudar a los ancianos. Solo queda usted.
– Lo pensaré. Envíe fotos, quiero recordar cómo era.
Catalina pasó dos días filmando y tomando fotografías para Sokolowski. Los mensajes fueron leídos, pero no llegó respuesta. Ya había decidido que todo era en vano, cuando Igor Borísovich la llamó:
– Catalina, ¿podrías venir mañana a la oficina en la calle Lenin alrededor de las tres? Y prepara un plan preliminar de trabajo.
– ¡Por supuesto, gracias, Igor Borísovich!
– Sabes, es como un viaje a mi infancia. La vida es una carrera; no hay tiempo para detenerse y soñar.
– Te entiendo. Pero deberías venir en persona. Estaré allí, definitivamente.
Apenas colgó, Catalina se dio cuenta: esa era la misma oficina donde trabajaba su esposo. Sonrió para sí misma: sería una sorpresa divertida.
Llegó temprano, quedaba una hora para la reunión. Después de estacionar el coche, se dirigió a la oficina de su marido. No había secretaria en su lugar. Entró y escuchó voces en la sala de descanso; fue hacia allí. Allí estaban Esteban y su secretaria.
Al verla, se sobresaltaron. Catalina se quedó parada en la puerta, y Esteban se levantó rápidamente, intentando ponerse los pantalones.
– ¿Catalina, qué haces aquí?
Catalina salió corriendo de la oficina, en el pasillo se topó con Igor Borísovich, le entregó los documentos y, sin contener lágrimas, salió corriendo. No recordaba cómo había llegado al pueblo. Caía sobre la cama y rompió a llorar.
Por la mañana, un golpe en la puerta la despertó. En el umbral estaba Igor Borísovich con un grupo de personas.
– ¡Buenos días, Catalina! Veo que ayer no estabas lista para hablar, así que vine yo. ¿Me prepararás un té?
– Por supuesto, pasa.
Igor no mencionó lo ocurrido el día anterior. Mientras tomaban el té, casi todos los habitantes del pueblo se reunieron en la casa. Igor miró por la ventana.
– ¡Vaya, una delegación! Catalina, ¿no es el abuelo Ilyich?
Catalina sonrió: – Ese es él.
– Hace treinta años ya era abuelo, y su esposa nos alimentaba con empanadas.
El hombre miró a Catalina con preocupación, y ella respondió rápidamente: – Ana Matilde está viva y bien, y sigue horneando sus famosas empanadas.
El día transcurrió en actividades. La gente de Igor medía, anotaba, contaba.
– Catalina, ¿puedo hacerte una pregunta? – preguntó Igor. – ¿Perdonarás a tu marido?
Catalina pensó un momento, luego sonrió: – No. Sabes, incluso le agradezco por cómo han ido las cosas… ¿Y qué?
Igor permaneció en silencio. Catalina se levantó y observó la casa: – Si aparece el puente, aquí se puede crear un lugar maravilloso. Renovar las casas, crear espacios de descanso. La naturaleza es pura y auténtica. Pero hay que ocuparse de ello. ¿Y si no quisieras volver a la ciudad…?
Igor la miraba con admiración. Era una mujer especial, decidida e inteligente. Antes no se había dado cuenta, pero ahora la veía en toda su esplendor.
– Catalina, ¿puedo volver a visitarte?
Ella lo miró fijamente: – Ven cuando quieras, estaré encantada.
La construcción del puente avanzaba rápidamente. Los habitantes agradecieron a Catalina, y la juventud comenzó a regresar. Igor se convirtió en un visitante frecuente.
Su marido llamó varias veces, pero Catalina ignoró las llamadas, hasta que finalmente bloqueó el número.
Una mañana temprano, alguien llamó. Catalina, aún adormilada, abrió la puerta, esperando lo peor, pero Esteban estaba en el umbral.
– Hola, Catalina. Vengo por ti. Es hora de dejar de enojarte. Lo siento, – dijo.
Catalina se echó a reír: – ¿”Lo siento”? ¿Eso es todo?
– Bueno, anda, prepárate, vamos a casa. No puedes echarme, ¿verdad? Y, por cierto, la casa no es solo tuya, ¿lo olvidaste?
– ¡Ahora mismo te echo! – exclamó Catalina.
La puerta chirrió, y de la habitación salió Igor vestido de casa: – Esta casa fue comprada con el dinero de mi empresa. ¿O piensas, Esteban, que soy un tonto? Hay una auditoría en la oficina, y tendrás que responder muchas preguntas. Y a Catalina le pediría que no se preocupara – es malo para su estado…
Los ojos de Esteban se abrieron como platos. Igor abrazó a Catalina: – Ella es mi prometida. Les agradecería que abandonaran la casa. Los documentos de divorcio ya han sido presentados; esperen la notificación.
La boda se celebró en el pueblo. Igor confesó que había redescubierto su amor por aquel lugar. El puente fue construido, se reparó el camino y se abrió una tienda. La gente comenzó a comprar casas como segundas residencias. Catalina e Igor también decidieron renovar su hogar, para tener un lugar al que regresar cuando tuvieran hijos.
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