La lluvia caía sin piedad sobre las calles de Madrid, empapando el traje de diseño de un hombre que se arrodillaba frente a una joven refugiada bajo el alero de su edificio. Sus rodillas se mancharon de barro, pero ya le daba igual. Lucía Zamora alzó la vista sorprendida, sus ojos verdes brillando con desconfianza y curiosidad al estudiar al desconocido. Había aprendido a leer a la gente durante sus meses en la calle, y este hombre irradiaba una desesperación que casi igualaba la suya.

“Disculpa”, murmuró con voz ronca por el frío. Diego sacó un fajo de billetes de su cartera, sus manos temblando levemente. No podía creer lo que estaba a punto de hacer, pero las palabras de su abogado resonaban en su mente: “Tienes seis meses para casarte y permanecer casado o perderás el imperio hotelero de tu familia”.
“Te ofrezco diez mil euros por casarte conmigo seis meses”, dijo extendiendo el dinero. “Es solo un negocio.”

Lucia se levantó lentamente, ignorando el efectivo. A pesar de su ropa empapada y situación desesperada, su postura irradiaba dignidad. “¿Por qué crees que me vendería por dinero?”, preguntó cruzando los brazos.

“No es así”, Diego se pasó la mano por el cabello mojado. “Mi abuelo puso una condición en el testamento: debo casarme antes de los 33 años y permanecer casado seis meses o pierdo la herencia. Mi cumpleaños es en dos semanas.”

Lucia lo estudió con mirada penetrante. “Seguro tienes novias o candidatas más apropiadas.” Una risa amarga escapó de los labios de Diego. Tres horas antes había pillado a su prometida Carla en la cama con su socio, Javier Morán. El dolor le quemaba el pecho como ácido.

“Mi novia me engañó con mi mejor amigo”, admitió. “Y las mujeres de mi círculo quieren algo permanente. Yo solo necesito cumplir con el testamento.”

Lucia guardó silencio largo rato. A lo lejos, el tráfico se mezclaba con la lluvia constante. Diego vio el momento exacto en que su expresión cambió, la vulnerabilidad reemplazando a la desconfianza.

“Mi hermana pequeña necesita una operación de corazón”, confesó finalmente. “Sofía tiene quince años. Sin la cirugía no llegará a los dieciocho.” Las palabras golpearon a Diego como un puñetazo. Entendió por qué esta mujer estaba en la calle: no por vicios, sino por amor y sacrificio.

“¿Cuánto cuesta la operación?”
“Ciento ochenta mil euros.” Lucia bajó la mirada. “Estamos en listas de espera, pero el tiempo se acaba.”

Diego guardó el dinero y se levantó, sintiendo el agua fría resbalar por su cuello. La miró directamente a los ojos, viéndola realmente por primera vez. No era solo una solución desesperada, sino una mujer fuerte e inteligente que había sacrificado todo por su familia.

“Te propongo algo distinto”, dijo. “Ciento ochenta mil para la cirugía más diez mil mensuales durante seis meses. A cambio, sé mi esposa legal. Después, divorcio limpio.”

“¿Y mi garantía?”, preguntó Lucia con los brazos cruzados. “No te conozco.”
“Contrato legal revisado por abogados independientes. El dinero para la cirugía va a un fideicomiso antes de la boda. Si incumplo, te lo quedas todo y el matrimonio se anula.”

Por primera vez en esta conversación surrealista, Lucia pareció considerar seriamente la oferta. Diego vio la lucha interna en sus ojos: orgullo contra desesperación, amor por su hermana contra la humillación.

“¿Por qué confiar en ti?”, preguntó. “Ni siquiera sé tu nombre.”
Diego Herrera extendió su mano. “CEO de Herrera Hoteles, tercera generación. Puedes investigarme, verificar todo.”

Lucia observó su mano unos segundos antes de estrecharla brevemente. “Lucia Zamora. Y tengo condiciones.”
“Dimelas.”
“Primero, que Sofía reciba la mejor atención en el Hospital Ramón y Cajal. Segundo, que respetes mis límites estos seis meses. Esto es negocio, no seré tu juguete. Tercero, cuando termine, me ayudas a conseguir un trabajo digno. No quiero limosnas, pero tampoco voy a volver a la calle.”

Diego asintió, impresionado. Esperaba encontrar a una mujer desesperada, pero se topó con una negociadora inteligente que sabía su valor incluso en la vulnerabilidad.

“Acepto. Tenemos trato.”
Lucia lo miró fijamente. El agua goteaba de su pelo castaño, enmarcando un rostro que Diego ahora veía extraordinariamente bello pese a las circunstancias. Había una inteligencia y fuerza en sus ojos que meses de adversidad no habían doblegado.

“Tenemos trato”, dijo finalmente. “Con una condición más. Si descubro que me mentiste en algo importante, si intentas aprovecharte de mí o de Sofía, el acuerdo se cancela y te demando por todo lo que vales.”

La sonrisa de Diego fue la primera genuina en días. “Justo. Esto será más interesante de lo pensado.” Ninguno imaginó cuán proféticas serían esas palabras.

Cuarenta y ocho horas después, Lucia estaba en un despacho de abogados en la Castellana, frente a un contrato matrimonial de veintisiete páginas más complejo que los estatutos de autonomía.

“No firmes hasta que yo revise todo”, le susurró la abogada a su lado, Teresa Vidal, especialista en derecho de familia que trabajaba pro bono.

“¿Cómo conseguiste a la mejor abogada de familia para representarme gratis?”, preguntó Lucia a Marta, la asistente de Diego que apareció esa mañana con café, pasteles y sorprendente calidez.

“Teresa y yo fuimos compañeras en la Complutense”, sonrió Marta. “Le expliqué tu situación y tiene debilidad por causas justas. Además, no es totalmente gratis: Diego financia discretamente varios de sus proyectos sociales.”

“Interesante”, musitó Lucia, estudiando a la mujer de cuarenta y tantos que llevaba horas cuidando cada detalle para ella. “¿Y por qué me ayudas? No me conoces.”

La sonrisa de Marta se desvaneció un poco. “Hace años yo estuve desesperada con una hija enferma. Alguien me tendió la mano. Ahora es mi turno.”

Al otro lado de la mesa, Diego observaba la interacción con expresión inescrutable. Llevaba un traje azul marino que probablemente costaba más que todo lo que Lucia había poseído, pero había algo en sus ojos que delataba nervios.

¿Algún problema con las cláusulas financieras?”, preguntó el abogado de Diego, un hombre mayor con pinta de manejar fortunas desde los ochenta.

“Todo en orden”, respondió Teresa tras revisar. “El fideicomiso para la cirugía de Sofía se activa tras la ceremonia. Los pagos están garantizados y la cláusula de rescisión protege a mi cliente.”

Lucia sintió un nudo en el estómago al oír “mi cliente” y “ceremonia”. Parte de ella aún esperaba despertar en su humilde piso, con las facturas médicas imposibles y el tiempo agotándose para Sofía.

“¿Estás segura?”, susurró Marta. Lucia pensó en Sofía, que esa mañana tuvo otro episodio de fatiga camino al instituto. En las noches en vela escuchando su respiración irregular, rogando que no se detuviera. En los médicos diciendo que sin la cirugía, Sofía tendría suerte de llegar a su próximo cumpleaños.

“Estoy segura”, dijo tomando el bolígrafo que le ofrecía Teresa. La firma tomó segundos, pero Lucia sintió cruzar una línea invisible entre su vida anterior y algo completamente desconocido.

“Perfecto”, dijo el abogado recogiendo documentos. “La ceremonia es mañana en el juzgado. Algo discreto, solo testigos necesarios.”

“Espera”, alzó la mano Lucia. “¿Mañana no es muy pronto?”

“Mi cumpleaños es en doce días”, se inclinó Diego. “Necesitamos casarnos antes para que cuente en el testamento. Además, cuanto antes lo hagamosDespués de firmar los papeles del divorcio seis meses más tarde, Diego y Lucía se dieron cuenta de que su matrimonio de conveniencia se había transformado en un amor verdadero, y decidieron renovar sus votos, esta vez para siempre.


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