Querido diario,
Hoy me retrasé en el tren, así que decidí volver a casa sin avisar. Al entrar en la casa, no pude contener las lágrimas. El frío viento de octubre golpeaba mi rostro con gotas de lluvia. Observé con desánimo el tren que se alejaba; sentí que todo se apretaba dentro de mí. Había llegado tarde.
Era la primera vez en mis quince años de regresar a casa que llegaba tras la hora prevista. “Esto es como un mal sueño”, pensé, mientras me arreglaba un mechón rebelde de pelo. La plataforma estaba vacía y desoladora, solo los faroles amarillos se reflejaban en los charcos, creando caminos de luz caprichosos.
– El siguiente tren sale por la mañana – dijo la taquillera sin levantar la vista de su crucigrama. – ¿Quizás algún autobús?
“¿Autobús?”, pensé con desagrado. “Tres horas de baches por una carretera destrozada? No, gracias”.
Sentí vibrar mi teléfono en el bolso – era mamá. Me detuve un segundo mirando la pantalla, pero decidí no contestar. ¿Para qué preocuparla? Era mejor regresar a casa, al menos siempre tenía las llaves consigo.
El taxi recorría las calles vacías, y la ciudad fuera de la ventana parecía una decoración: irreal y plana. El conductor murmuraba algo sobre el clima y el tráfico, pero yo no prestaba atención. Dentro de mí crecía una extraña sensación, entre inquietud y emoción.
El viejo edificio me recibió con ventanas oscuras. Al subir las escaleras, inhalé los olores familiares de mi infancia: papas fritas del tercer piso, detergente y madera envejecida. Pero hoy, en esta sinfonía habitual, había una nota desafinada.
La llave giró en la cerradura con una resistencia inesperada, como si la puerta se opusiera a abrirse. En el recibidor reinaba una oscuridad silenciosa, mis padres claramente ya dormían. Caminé de puntillas hacia mi habitación, tratando de no hacer ruido.
Encendí la lámpara de escritorio y observé a mi alrededor. Todo estaba como siempre: estanterías llenas de libros, un viejo escritorio y un osito de peluche en la cama, la reliquia de mi infancia que mamá nunca se decidió a sacar. Pero algo no estaba bien. Algo había cambiado sutilmente.
¿Quizás fuera el silencio? No el silencio habitual de la noche, sino uno más espeso, envolvente, como un aire antes de una tormenta. Era como si la casa contuviera el aliento, esperando algo.
Saqué mi ordenador portátil del bolso; el trabajo no se iba a hacer solo. Pero al extender la mano hacia el enchufe detrás del escritorio, accidentalmente golpeé una caja. Se deslizó de la estantería, esparciendo su contenido por el suelo.
Cartas. Decenas de sobres amarillentos con sellos descoloridos. Y una fotografía – antigua, con los bordes doblados. Una mamá joven – ¡parecía una niña! – sonriendo junto a un hombre desconocido.
Una lágrima cayó sobre la fotografía antes de que me diera cuenta de que estaba llorando. Con manos temblorosas, abrí la primera carta. La caligrafía era amplia, segura, completamente desconocida.
“Querida Vero, sé que no tengo derecho a escribirte, pero ya no puedo guardar silencio. Pienso en ti cada día, sobre nuestra… Perdona, incluso me asusta escribirlo, sobre nuestra hija. ¿Cómo está? ¿Se parece a ti? ¿Alguna vez me perdonarás por haberme ido?”
El corazón me latía con fuerza. Tomé la siguiente carta y luego otra. Las fechas – 1988, 1990, 1993… Mi infancia entera, toda mi vida estaba narrada en estas cartas con la caligrafía de un extraño.
“…la vi de lejos cerca de la escuela. Tan seria, con una mochila más grande que ella. No me atreví a acercarme…”
“…quince años. Puedo imaginar qué hermosa se ha vuelto. Vero, ¿quizás ha llegado el momento…?”
Tenía un nudo en la garganta. Sin pensar, encendí la lámpara de nuevo, y la luz amarilla iluminó la vieja fotografía. Ahora, observaba el rostro del desconocido con avidez. Frente alta, ojos inteligentes, una sonrisa ligeramente burlona… Dios, ¡tengo su nariz! Y esa particular inclinación de cabeza…
– ¿Arinita? – la voz suave de mamá me hizo saltar. – ¿Por qué no avisaste que…?
Vera se detuvo en la puerta al ver las cartas esparcidas por el suelo. El color se escurrió de su rostro.
– Mamá, ¿quién es este? – levanté la fotografía.
– Solo no me digas que es un viejo amigo. Lo veo… lo siento…
Mi madre se sentó lentamente al borde de la cama. A la luz de la lámpara, pude ver sus manos temblando.
– Nicolás… Nicolás Sergeyevich Vorontsov – su voz sonó apagada, como si hablara desde otra habitación. – Pensé que nunca… que esa historia había quedado en el pasado…
– ¿Historia? – pregunté, casi gritando en susurros.
– Mamá, ¡es toda mi vida! ¿Por qué guardaste silencio? ¿Por qué él… por qué todos ustedes…?
– Porque era necesario – la voz de mi madre rompió con dolor.
– No entiendes, en aquel entonces todo era diferente. Sus padres, mis padres… Simplemente no nos dejaron estar juntos.
El silencio cayó sobre la habitación como un pesado manto. Lejos, un tren sonó – el mismo que perdí hoy. ¿Una casualidad? ¿O el destino decidió que era hora de que la verdad saliera a la luz?
Pasamos la noche hablando. A medida que la luz comenzaba a asomarse por la ventana, el aroma amargo del té frío y de las palabras no dichas flotaba en el aire.
– Él era profesor de literatura – dijo mi madre en voz baja, como si temiera espantar los recuerdos. – Llegó a nuestro colegio por trabajo. Joven, guapo, recitaba a Bécquer de memoria… Todas las chicas estaban enamoradas. Miré a mi madre y no la reconocí. ¿Dónde quedó su habitual autocontrol? Frente a mí, había otra mujer: joven, enamorada, con ojos brillantes.
– Y luego… – mi madre se detuvo.
– Luego comprendí que estaba embarazada. Ni te imaginas lo que comenzó ahí. Sus padres estaban en contra de esta “aventura provincial”, los míos hablaban de vergüenza…
– ¿Y ustedes simplemente se… rindieron? – no pude evitar sentir amargura.
– Lo trasladaron a otra ciudad. Rápido, sin discusión. Y un mes después, me presentaron a tu… – se detuvo, – a Sergio. Un buen hombre, fiable…
“Fiable”, resonó como un eco en mi cabeza. “Como un viejo sofá. Como un armario. Como todo en este piso”.
– Pero las cartas… ¿por qué las guardaste?
– Porque no podía tirarlas. – La verdadera tristeza estalló en su voz. – Era todo lo que quedaba. Escribía todos los meses, luego menos… pero escribía.
Tomé la última carta. La fecha – tres años atrás.
“Querida Vero, me mudé a Mazarrón, compré una casa en la Calle de los Abetos. Quizás algún día… Siempre tuyo, N.”
– Mazarrón – pronuncié lentamente. – ¿Son cuatro horas de aquí?
Mi madre se irguió:
– No lo pienses. Arinita, no revivas el pasado…
– ¿Pasado? – me levanté. – Mamá, esto no es pasado. Es mi presente. Y tengo derecho a saber.
Fuera, el día ya había amanecido. Un nuevo día demandaba decisiones.
– Iré allí – dije con firmeza. – Hoy mismo.
Y por primera vez en esta interminable noche, sentí que estaba haciendo lo correcto.
Mazarrón me recibió con un viento helado y una lluvia ligera. El pequeño pueblo parecía detenido en el tiempo: antiguas casas de dos pisos, transeúntes escasos, calles silenciosas que parecían sacadas de las páginas de novelas provinciales.
La Calle de los Abetos estaba en las afueras. Caminé despacio, examinando los números de las casas. Mi corazón latía con tal fuerza que parecía que su ritmo resonaba por toda la calle.
Casa 17. Pequeña, ordenada, con cortinas en las ventanas y asters amarillos en el jardín. La puerta no estaba cerrada con llave.
“¿Qué le diré?”, me pasó por la cabeza.
“Hola, soy tu hija?”
Pero no tuvo que pensar.
Un hombre alto y canoso apareció en el umbral con un libro en la mano. Alzó la vista y el libro le cayó de las manos.
– ¿Vera? – susurró.
– No… no soy Vera…
– Soy Arina – mi voz temblaba. – Arina Sergeyevna… aunque ahora no estoy segura de mi segundo nombre.
Nicolás se puso pálido y se agarró del pasamanos.
– Dios mío… – fue todo lo que pudo pronunciar.
– ¡Entra! ¡Entra!
En la casa olía a libros y café recién hecho. Había estanterías repletas de volúmenes. En la pared, una reproducción de “La mujer que llora” de Picasso, mi pintura favorita desde la infancia.
– Siempre supe que este día llegaría – Nicolás se movía nervioso con las tazas.
– Pero lo imaginé de mil maneras diferentes…
– ¿Por qué no luchaste por nosotros? – mi pregunta salió sin querer.
Se detuvo, con la cafetera sobre la estufa.
– Porque fui débil – respondió simplemente.
– Porque creí que así sería mejor. El mayor error de mi vida.
Su voz mostraba un dolor tan sincero que me apretó el corazón.
– Sabes – continuó Nicolás mirando por encima de mi cabeza – cada año en tu cumpleaños compraba un regalo. Todos están aquí…
Se levantó y abrió la puerta de la habitación contigua. Me quedé sin aliento. A lo largo de la pared había ordenadas pilas de libros, cada uno con un marcador de cinta.
– Primera edición de “Alicia en el País de las Maravillas” – dijo, cogiendo con cuidado el libro de la parte superior. – “El Principito” con ilustraciones del autor – en siete… Elegí lo que quería leer contigo.
Pasé mis dedos por los lomos. Treinta años de conversaciones no realizadas, treinta años de historias no leídas.
– Y esta… – sacó un pequeño libro desgastado, – tu primera publicación. Un almanaque literario, “Cartas a la nada”.
Reconocí tu caligrafía – escribes como yo.
– ¿Me siguió? – no sabía si enojarme o llorar.
– No te seguí. Solo… vivía en paralelo. Como una sombra, como un reflejo en un espejo torcido.
Hablamos hasta la tarde. Sobre libros y poesía, sobre sueños no cumplidos y oportunidades perdidas. Cómo había visto mi graduación – estaba escondido detrás de los árboles en el patio escolar. Cómo enviaba críticas anónimas a mis primeros artículos.
Cuando la noche cayó, de repente comprendí que llevaba varias horas llamándole “papá”. Esa palabra se deslizó de mis labios, natural como la respiración.
– Debo irme – me levanté. – Mamá debe estar preocupada.
– Dile… – se detuvo.
– No importa. Escribiré yo mismo. Por última vez.
En el umbral, de repente me llamó:
– Arina, ¿me… perdonarás algún día?
Me volví. Su figura en la penumbra parecía difusa, borrosa.
– Ya te he perdonado – respondí suavemente. – Pero aún nos queda mucho por recuperar.
Una semana después, Vera recibió una carta. La última. Solo decía tres palabras: “Ven. Te espero.”
Y, un mes después, nos sentamos por primera vez todos a la misma mesa. Y resultó que el amor, como un buen libro, no tiene fecha de caducidad. Solo hay que reunir el valor y abrir la primera página.
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