**Diario Personal**
Al fin estoy en casa. Después de cuatro meses de cursos de especialización, de aquella residencia universitaria destartalada y de los exámenes interminables, pisar de nuevo el suelo familiar me llena el alma.
—¡Mamá ha llegado! —gritaron emocionadas las niñas al verme entrar con las maletas pesadas. Las abracé fuerte, sintiendo su calor. No podía faltar algún detalle para ellas.
—Icíar, esto es para ti —dije mientras le entregaba un suéter esponjoso de lana. Mi hija mayor, siempre tan coqueta, soltó un gritito de alegría y salió corriendo hacia su cuarto. En el camino, se detuvo, volvió y me abrazó con ternura.
—¡Gracias, mamá! ¡Justo lo que quería! —Sus ojos brillaban.
—Mari Carmen, a ti te traje esto —saqué del equipaje algo azulado y blanco, suave al tacto pero peculiar.
Mi madre, la abuela Pilar, arqueó las cejas al ver lo que sostenía mi hija pequeña.
—¿Qué es esto? —preguntó, mirando con escepticismo aquel muñeco extraño.
Era un conejo de ojos rasgados, desproporcionados, con una pequeña nariz aguileña y una sonrisa torcida que parecía pedir disculpas por su fealdad. La cabeza era de papel maché, pero el cuerpo, blando y relleno de serrín, tenía una camisa azul de campesino.
—¡Madre mía! —exclamó Icíar, que volvía luciendo su regalo—. ¿De dónde sacaste *ese bicho*, mamá?
—Hija —suspiró la abuela—. ¿En toda Sevilla no había nada más bonito? ¡Con esto ahuyentas hasta los mirlos del campo!
Al oír esas palabras, Mari Carmen apretó al conejo contra su pecho y se marchó a su cuarto.
—Mamá, entiendo que no te guste —dije yo—. Pero en la juguetería del centro estaba solo, en el estante de abajo, como si nadie lo quisiera… Sentí pena por él. Y juraría que me sonrió cuando lo cogí.
Mi madre negó con un gesto escéptico. Su hija, una médica con años de experiencia, seguía siendo esa niña de posguerra que anhelaba juguetes que nunca tuvo.
Aquel conejo horrible, fabricado en una fábrica lejana, se convirtió en el tesoro de Mari Carmen. Lo bautizó como Donato, nombre serio que ella pronunciaba con tanto gracejo que hasta daba risa.
Donato esperaba paciente su regreso del colegio, escuchaba sus cuentos por las noches y dormía abrazado a su mejilla. Con los años, el pelaje blanco se volvió amarillento por los lavados, y la camisa azul se destejió hasta ser casi transparente. Pero cuanto más feo se ponía, más lo quería Mari Carmen.
Cuando Icíar tuvo a su hijo Javier, el pequeño se encariñó con Donato al instante. Lo arrullaba al dormir, igual que había hecho su tía años atrás. Y cuando llegó el turno de su primo Daniel, Javier, entre lágrimas, le entregó el conejo. Daniel, a su vez, se lo dio a una niña que lloraba en el parque.
Pensé que esa era la última vez que veríamos a Donato. Pero la vida siempre guarda sorpresas.
Hace poco, visité a mi amiga de toda la vida, Lola. Entre charlas y recuerdos, sin querer, mencioné la historia del conejo feo.
—¿Te refieres a *este*? —preguntó ella, sacando de detrás del sofá un bulto informe y descolorido.
—¡Donato! —exclamé, sorprendida.
—No sé si es Donato o Teodoro, pero llevo años intentando tirarlo. Mi bisnieta Claudia no me deja. Se lo regaló un niño en el parque cuando se cayó y se hizo daño.
Lo tomé entre mis manos. Cerré los ojos y reviví aquel día en Sevilla, la mirada de Mari Carmen protegiendo a su amigo feo. Y sonreí. Porque él, a su manera, siempre fue bueno.
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