¡Porque él es bueno…!
Victoria dejó las maletas pesadas en el suelo del pasillo.
—¡Hurra! ¡Mamá ha llegado! —gritaron las niñas, saliendo corriendo de su habitación.
Vicky sonió. ¡Al fin en casa! Atrás quedaban cuatro meses de cursos de formación, una residencia estudiantil destartalada, los exámenes… Abrazó y besó a sus hijas, que se aferraban a ella. ¡Y claro, no podía faltar los regalos!
—Alicia, esto es para ti —dijo la madre, entregándole a la mayor un suéter grueso y elegante. La pequeña fashionista lanzó un chillido y salió corriendo hacia su cuarto. Pero antes de desaparecer, regresó, abrazó a su madre y murmuró avergonzada:
—¡Gracias, mamá! ¡Justo lo que quería! —y volvió a escapar.
—Lucía, y esto es para ti —anunció Victoria mientras sacaba algo blanquiazul, suave y… extraño.
La abuela Carmen arqueó las cejas: ¿qué diablos era ese objeto que su nieta menor sostenía con sus manitas delgadas? ¿Un juguete?
Entre los brazos de Lucía, un conejo de ojos rasgados la miraba. La cabeza era dura, de papel maché, mientras que el cuerpo y las patas, rellenos de serrín, resultaban blanditos. El conejo, blanco y de pelo corto, lucía una camisa azul.
Todo bien, excepto por un detalle…
Era el juguete más feo del mundo. Los ojos, torcidos y de distinto tamaño, parecían clavados a distintas alturas. La nariz aguileña se inclinaba hacia un lado, y en sus labios finos se congelaba una sonrisa torcida, casi avergonzada, como pidiendo perdón por su aspecto.
—¡Madre mía! —exclamó Alicia, ya con su suéter nuevo—. ¿Qué es este engendro, mamá?
—Hija… —susurró la abuela Carmen—. ¿No había en todo Barcelona un juguete más feo que este? ¡Con este susto podrías espantar a los pájaros del campo!
Al oír a su abuela, la pequeña Lucía se estremeció, apretó más fuerte al conejito y salió corriendo a su habitación.
—Mamá, entiendo tu indignación, pero —dijo Vicky— en El Corte Inglés de Barcelona hay juguetes por montones, estanterías llenas… Y él estaba solo, en el último rincón. Me dio pena. Y juraría que hasta se alegró cuando lo cogí, como si me dijera: «¡Gracias!».
La abuela movió la cabeza incrédula y agitó la mano. Su hija, médico de renombre, parecía no haber superado la infancia: los años de posguerra no regalaban muchos juguetes.
El horroroso conejo, fabricado en una fábrica de juguetes en León, se convirtió en el tesoro de Lucía. Lo bautizó con un nombre solemne: Eulogio. Las dos «eles» que la niña pronunciaba con ese ceceo tan dulce solo hacían al conejo más ridículo.
De día, Eulogio esperaba pacientemente a Lucía del colegio; de noche, escuchaba sus cuentos y chismes de amigas sin rechistar. La niña se dormía abrazando su narizota de cartón…
Los años volaron.
El pelaje blanco del conejo se tornó amarillento —qué remedio, el serrín teñía la tela— y la camisa azul se descoloró hasta quedar celeste. Eulogio era más horroroso que nunca, pero Lucía lo quería aún más, protegiéndolo como a un tesoro.
A los diecisiete años de Lucía, su hermana mayor tuvo un niño, Javier. En cuanto el bebé tuvo uso de razón, el feo conejo se volvió su ídolo. Al dormir, le susurraba palabras tiernas, y Eulogio le sonreía, como antaño a su tía.
Con gran pesar, Javier terminó cediendo el conejo a su primo pequeño, Dani, que lloraba desconsolado. Las lágrimas de rabia se convirtieron en alegría cuando Dani se lo llevó a casa, abrazándolo fuerte. Eulogio tenía un nuevo confidente.
Nadie se sorprendió cuando Dani, sin dudar, entregó el juguete a una niña desconocida que lloraba en el parque, susurrándole algo al oído. La pequeña lo miró desconcertada, pero aceptó al conejo.
Ahí podría terminar la historia, con Eulogio abandonando la familia para pasar a otras manos. Pero…
No se sabe cuántos años pasaron desde ese gesto de Dani. Hace poco, una ya anciana Victoria visitó a su amiga de la juventud, Lola, igual de canosa que ella. Charlaban animadas, recordando viejos tiempos, cuando de pronto Victoria contó la historia del conejo horrible.
—¿Te refieres a esta criatura? —preguntó Lola, sacando de detrás del sofá algo informe y descolorido.
—¡Eulogio! —exclamó Victoria.
—No sé si será Eulogio o Benito, pero llevo años intentando tirar este espanto. Pero mi bisnieta Claudia no me deja. Un niño se lo dio en el parque cuando se lastimó la rodilla y lloraba…
Victoria cogió el juguete. Recordó aquel verano lejano, las manitas de Lucía apretando al conejo horrible contra su pecho. Y sonrió.
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