El aire en la sala de guardia era denso, impregnado del dulce-amargo aroma del café recalentado y los nervios desgastados. Olía a noches en vela, al pitido constante de los monitores y a esa desesperación silenciosa que solo los hospitales conocen. Rosa María, una mujer de figura robusta como una buena olla de cocido y con una severidad grabada a fuego en el rostro, removía lentamente el tercer terrón de azúcar en su enorme taza. Sus dedos, acostumbrados a la precisión de las jeringuillas y los goteros, trabajaban de forma automática.
—En diez años en esta cirugía, creía haberlo visto todo —murmuró al aire, sin mirar a la joven auxiliar Silvia—. Pero que un cirujano jefe traiga a su hija al trabajo… Eso sí que es nuevo.
Silvia, cuyos ojos aún brillaban con el entusiasmo recién salido de la escuela de enfermería y cuyo corazón no había sido cubierto aún por la coraza del cinismo, suspiró compasiva. Su bata parecía demasiado grande, como prestada.
—¿Y qué quiere que haga, Rosa María? Después de lo de Lucía… —Silvia buscó las palabras adecuadas—. Dicen que se fue con ese socio de negocios del señor. Y la pequeña Marina se quedó sola. Santiago no puede estar en dos sitios a la vez.
—No puede —resopló la enfermera jefa, pero en su voz no había sarcasmo, solo cansancio, esa sabiduría que viene con los años—. Tiene unas manos de oro, un talento que Dios le dio. Salva vidas cuando otros ya han tirado la toalla. Pero en la vida personal… Así está. Tres semanas trayendo a la niña. Por suerte, es tranquila como un ratoncito. Se pasa horas en su rinconcito, dibujando.
Ambas callaron, mirando sus tazas opacas. Pensaban en la misma persona: Santiago Herrera. Su nombre resonaba en el hospital, rodeado de leyendas, especialmente desde que, como un caballero medieval, se hizo cargo del caso desesperado de la paciente de la habitación siete.
—¿Y la empresaria? ¿Sigue igual? —susurró Silvia, como si temiera romper el frágil equilibrio entre la vida y la muerte.
—Igual. Grave, pero estable. Sofía… Un nombre de reina. Y dicen que ella misma lo era: fuerte, elegante. Después del ataque… Los demás médicos se rindieron, pero Santiago no soltó presa. La sacó de las garras de la muerte. Y ahora no la deja sola, como un perro fiel. Espera a que despierte.
Silvia asomó la cabeza al pasillo. En un rincón improvisado por el personal, cerca del mostrador, una niña pequeña estaba absorta en sus dibujos. Tenía dos trenzas oscuras y cejas fruncidas en concentración, ajena al bullicio del hospital.
—Marina es un ángel. Tan callada, tan buena… Da pena verla.
—¿Y el marido de Sofía? —preguntó Rosa María, con una pizca de sospecha en la voz—. Hugo. Viene diez minutos, con cara de aburrido, y se va. Diez años menor, dicen. Algo raro hay ahí. Frío como un témpano.
La puerta se abrió con un chirrido y apareció Santiago. Su bata, antes impecable, ahora estaba arrugada. La sombra de su barba cubría sus mejillas hundidas, pero sus ojos, aunque cansados, brillaban con determinación.
—Rosa, Silvia —su voz, usualmente firme, sonó ronca—. Prepárense. La paciente de la habitación siete… Ha habido un cambio. Movimiento en los párpados.
No esperó respuesta. Las enfermeras se miraron. El aire olía a tormenta. A esperanza.
Marina, terminado su dibujo de un vestido violeta, empezó uno de un caballero cuando un hombre se sentó frente a ella. Lo reconoció: era el que visitaba a la señora dormida. Sacó el móvil y su rostro se torció en una mueca de rabia.
—¡No puedo esperar más! —silbó en el teléfono, su voz como un látigo—. ¡No pagué para que ese médico fracasado jugara a ser Dios! ¡Ella debía estar…! ¡Haz algo!
Marina retrocedió. No entendía las palabras, pero el odio en su voz le heló la sangre. Sabía que hablaba mal de su padre. Le dolía, le daba miedo.
Más tarde, cuando el pasillo quedó vacío, Marina se acercó a la habitación siete. La mujer en la cama estaba pálida, llena de cables, como una muñeca rota. Parecía dormida, como su madre… antes de irse.
—Marina, ahí no —Silvia la tomó suavemente del brazo.
Mientras, Sofía luchaba en la oscuridad. No sentía su cuerpo, solo terror. ¿Dónde estaba Hugo? ¿Por qué no la ayudaba? Dejó escapar un grito mudo… hasta que oyó una voz infantil. Pequeña, clara. Una niña. Eso la impulsó, la obligó a volver.
Con un esfuerzo sobrehumano, abrió los ojos. El mundo era luz cegadora y dolor. Santiago estaba allí.
—Sofía, ¿me oye? Soy Santiago Herrera. Está a salvo.
—¿Qué… pasó? —su voz sonó áspera.
—Lleva tres semanas inconsciente. Traumatismo craneoencefálico grave. ¿Recuerda algo?
—Solo… salir del coche. La entrada de casa. Luego… nada.
Cuando Hugo entró, Sofía esperaba alivio. Pero él se acercó como a un mueble, frío, distante.
—Por fin despiertas. Los médicos dicen que mejorarás —su voz era plana, como en una reunión de trabajo.
—Hugo… tenía tanto miedo…
—Tengo una llamada —la interrumpió, sacando el teléfono.
Regresó minutos después.
—Cariño, debo irme. Asuntos urgentes. Volveré luego.
Se fue sin más. Sofía lo miró irse, helándose por dentro. ¿Por qué no estaba en una clínica privada? ¿Por qué tanta indiferencia? Entonces recordó una frase, como un susurro infantil: *”Yo fingiría estar muerta para ver cómo reacciona”*.
Decidida, llamó a Santiago.
—Necesito que finja mi muerte.
—¡Imposible! —retrocedió, escandalizado—. Soy médico, no actor.
—¡Por favor! —su voz tembló—. Debo saber la verdad. ¡Ayúdeme!
Él vio en sus ojos el mismo dolor que sintió cuando su esposa lo abandonó. Asintió.
Al día siguiente, Santiago recibió a Hugo con expresión sombría.
—Lo siento… Su corazón se detuvo hace una hora. Complicaciones. Mis condolencias.
Hugo entró en la habitación, miró el cuerpo cubierto, lo tocó sin emoción… y estalló en una risa salvaje. Sacó el teléfono.
—¡Cariño! ¡Se murió! ¡Por fin! ¡Somos libres! ¡Ahora todo es nuestro!
Al volverse, encontró a Santiago en la puerta. Sofía se incorporó, el móvil en la mano, la grabación brillando en la pantalla.
—¡Tú…! —Hugo palideció, echó a correr.
—No lo persigan —dijo Sofía, fría—. La policía se encargará.
Santiago la dejó llorar en silencio. Luego, una cabecita asomó.
—¿Le duele? —preguntó Marina.
—No, cariño. Ya pasó.
—Mi papá dice que los fuertes también lloran. Pero luego hay que tomar chocolate con galletas.
Sofía sonrió, tocó una trenza.
—¿Cómo te llamas?
—Marina. ¿Y usted?
—Sofía.
—Mi papá me llama libélula —dijo la niña—. Dice que soy rápida y tengo ojos grandes.
SY en ese instante, bajo la luz dorada del atardecer que bañaba el jardín de la mansión, Sofía entendió que la verdadera fortuna no estaba en los millones, sino en esta pequeña familia que el destino, caprichoso como siempre, había puesto en su camino.


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