**Diario de un hombre**

Su padre la casó con un mendigo porque había nacido ciega, y lo que pasó después dejó a todos sin palabras.

Lucía nunca vio el mundo, pero sentía su crueldad en cada respiro. Había nacido ciega en una familia que valoraba la belleza por encima de todo. Sus dos hermanas eran admiradas por sus ojos cautivadores y figuras esbeltas, mientras que a ella la trataban como una carga, un secreto vergonzoso escondido tras puertas cerradas. Su madre murió cuando solo tenía cinco años, y desde entonces, su padre cambió. Se volvió amargo, resentido y cruel, especialmente con ella. Nunca la llamaba por su nombre; le decía “esa cosa”. No la quería en la mesa durante las comidas ni cerca cuando llegaban visitas. Creía que estaba maldita, y cuando Lucía cumplió 21 años, tomó una decisión que destrozaría lo que quedaba de su corazón ya roto.

Una mañana, su padre entró en su pequeño cuarto, donde Lucía estaba sentada en silencio, pasando los dedos por las páginas braille de un libro viejo, y dejó un trozo de tela doblado sobre su regazo.

—Te casas mañana —dijo sin emoción. Lucía se quedó helada. Las palabras no tenían sentido. ¿Casarse? ¿Con quién?

—Es un mendigo de la iglesia —continuó su padre—. Tú eres ciega, él es pobre. Un buen partido para ti. Sintió que la sangre se le helaba en las venas. Quería gritar, pero ningún sonido salió de su boca. No tenía elección. Su padre nunca le dio opciones.

Al día siguiente, la casaron en una ceremonia pequeña y apresurada. Claro, nunca vio su rostro, y nadie se atrevió a describírselo. Su padre la empujó hacia el hombre y le ordenó que tomara su brazo. Obedeció como un fantasma en su propio cuerpo. Todos reían por lo bajo, murmurando: “La chica ciega y el mendigo”. Después de la ceremonia, su padre le dio una bolsa con algo de ropa y la empujó hacia el hombre.

—Ahora es tu problema —dijo, y se fue sin mirar atrás.

El mendigo, que se llamaba Mateo, la guio en silencio por el camino. No dijo nada durante mucho tiempo. Llegaron a una choza ruinosa al borde del pueblo. Olía a tierra mojada y humo.

—No es mucho —dijo Mateo con suavidad—, pero estarás segura aquí. Ella se sentó sobre una vieja manta, conteniendo las lágrimas. Esta era su vida ahora. Una chica ciega casada con un mendigo en una choza hecha de barro y esperanza.

Pero algo extraño ocurrió esa primera noche.

Mateo preparó té con manos delicadas. Le dio su propio abrigo y durmió junto a la puerta, como un perro guardián protegiendo a su reina. Le hablaba como si de verdad le importara: le preguntaba qué historias le gustaban, qué sueños tenía, qué comidas la hacían sonreír. Nadie le había preguntado algo así antes.

Los días se convirtieron en semanas. Mateo la acompañaba al río cada mañana, describiendo el sol, los pájaros, los árboles, con tal poesía que Lucía comenzó a sentir que podía verlos a través de sus palabras. Le cantaba mientras lavaba la ropa y por la noche le contaba historias de estrellas y tierras lejanas. Ella reía por primera vez en años. Su corazón comenzó a abrirse. Y en aquella pequeña choza, ocurrió algo inesperado: Lucía se enamoró.

Una tarde, mientras buscaba su mano, preguntó:

—¿Siempre fuiste un mendigo?

Él dudó. Luego respondió en voz baja:

—No siempre fui así. Pero no dijo nada más. Y Lucía no insistió.

Hasta que un día.

Fue al mercado sola a comprar verduras. Mateo le había dado indicaciones precisas, y ella memorizó cada paso. Pero a mitad del camino, alguien le agarró el brazo con violencia.

—¡Maldita rata ciega! —escupió una voz. Era su hermana, Ana—. ¿Sigues viva? ¿Sigues jugando a ser la esposa de un mendigo? Lucía sintió que las lágrimas brotaban, pero se mantuvo firme.

—Soy feliz —dijo.

Ana se rio con crueldad.

—Ni siquiera sabes cómo es. Es basura. Igual que tú.

Y entonces susurró algo que le rompió el corazón.

—No es un mendigo, Lucía. Te han mentido.

Ella regresó a casa tambaleándose, confundida. Esperó hasta la noche, y cuando Mateo volvió, le preguntó de nuevo, pero esta vez con firmeza.

—Dime la verdad. ¿Quién eres realmente?

Y fue entonces cuando él se arrodilló frente a ella, tomó sus manos y dijo:

—No debías saberlo aún. Pero ya no puedo mentirte.

Su corazón latía fuerte. Respiró hondo.

—No soy un mendigo. Soy el hijo del Duque.

El mundo de Lucía comenzó a girar mientras procesaba sus palabras. “El hijo del Duque”. Intentó controlar la respiración, entender lo que acababa de escuchar. Su mente repasó cada momento compartido, su amabilidad, su fuerza callada, sus historias que parecían demasiado vívidas para un simple mendigo… y ahora entendía por qué. Nunca había sido un mendigo. Su padre la había casado no con un pobre, sino con nobleza disfrazada de harapos.

Retiró sus manos de las suyas, dio un paso atrás y preguntó, con voz temblorosa:

—¿Por qué? ¿Por qué me hiciste creer que eras un mendigo?

Mateo se levantó, su voz tranquila pero cargada de emoción.

—Porque quería a alguien que me viera a mí, no mi riqueza, no mi título. Alguien puro. Alguien cuyo amor no fuera comprado ni forzado. Tú eras todo lo que siempre busqué, Lucía.

Ella se sentó, las piernas demasiado débiles para sostenerla. Su corazón se debatía entre placer y dolor. ¿Por qué no se lo había dicho antes? ¿Por qué la dejó creer que era desechada como basura? Mateo se arrodilló de nuevo a su lado.

—No quise hacerte daño. Vine al pueblo disfrazado porque estaba cansado de pretendientes que amaban el título, no al hombre. Oí hablar de una chica ciega rechazada por su padre. Te observé desde lejos durante semanas antes de proponerle a tu padre, usando el disfraz de mendigo. Sabía que aceptaría porque quería deshacerse de ti.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas. El dolor del rechazo de su padre se mezclaba con la incredulidad de que alguien iría tan lejos solo por encontrar un corazón como el suyo. No sabía qué decir, así que solo preguntó:

—¿Y ahora qué? ¿Qué pasa ahora?

Mateo le tomó la mano con suavidad.

—Ahora vienes conmigo, a mi mundo, al palacio.

Su corazón dio un vuelo.

—Pero soy ciega. ¿Cómo puedo ser una duquesa?

Él sonrió.

—Ya lo eres, mi princesa.

Esa noche apenas durmió. Sus pensamientos giraban en torno a la crueldad de su padre, el amor de Mateo y el aterrador desconocido del futuro. Por la mañana, un carruaje real llegó frente a la choza. Guardias vestidos de negro y oro se inclinaron ante Mateo y Lucía al salir. Ella se aferró a su brazo mientras el carruaje se movía hacia el palacio.

Al llegar, la multitud ya estaba reunida. Se sorprendieron al ver al duque perdido, pero aún más al verlo con una joven ciega. La madre de Mateo, la Duquesa, se adelantó, observándola con los ojos entrecerrados. Pero Lucía hizo una reverencia respetuosa. Mateo se puso a su lado y declaró:

—EstaY así, entre murmullos de la corte y el susurro del viento, Lucía supo que su ceguera jamás sería una prisión, porque había aprendido a ver con el corazón.


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