– Pablo, no entiendo lo que quieres, – dijo Lucía.

– No es nada especial, – respondió Pablo. – Solo quiero un poco de tiempo a solas, relajarme. Ve a la casa de campo, descansa, pierde un par de kilos. O te has dejado ir.

Miró a su esposa con desdén. Lucía sabía que había ganado peso por el tratamiento, pero no quiso discutir.

– ¿Dónde está esa casa de campo? – preguntó ella.

– En un lugar muy pintoresco, – sonrió Pablo. – Te gustará.

Lucía decidió no refutarlo. Ella también necesitaba un respiro. “Probablemente, estamos cansados el uno del otro”, pensó. “Que se entere de que me hace falta. Y no volveré hasta que él no me llame”.

Comenzó a preparar sus cosas.

– ¿No te ofendes? – preguntó Pablo. – No será por mucho tiempo, solo para descansar.

– No, está bien, – logró sonreír Lucía.

– Entonces me voy, – Pablo le dio un beso en la mejilla y salió.

Lucía suspiró. Sus besos habían perdido la calidez que solían tener.

El viaje fue mucho más largo de lo que esperaba. Lucía se desvió del camino dos veces – el navegador fallaba y no había señal en el móvil. Finalmente, apareció un cartel con el nombre del pueblo. El lugar era desolado, aunque las casas eran de madera, estaban bien cuidadas, con marcos esculpidos.

“No hay comodidades modernas aquí”, pensó Lucía.

No se equivocó. La casa era una cabaña medio en ruinas. Sin coche ni teléfono, se sentía como en otra época. Lucía sacó su móvil. “Voy a llamarlo”, decidió, pero seguía sin señal.

El sol comenzaba a ponerse y Lucía estaba cansada. Si no entraba en la casa, tendría que dormir en el coche.

No quería regresar a la ciudad, ni darle a Pablo motivos para decir que no podía con la situación.

Lucía salió del coche. Su chaqueta roja brillante parecía fuera de lugar en el paisaje rural. Sonrió para sí misma.

– Bueno, Lucía, no te preocupes, – murmuró en voz alta.

A la mañana siguiente, un fuerte canto de gallo la despertó mientras ella dormía en el coche.

– ¿Pero qué ruido es ese? – murmuró Lucía, bajando la ventanilla.

El gallo la miró con un ojo y volvió a gritar.

– ¿Por qué gritas tanto? – se indignó Lucía, pero al ver un escobón pasar volando junto a la ventana, el gallo se quedó en silencio.

En la puerta apareció un hombre mayor.

– ¡Hola! – la saludó con simpatía.

Lucía lo miró sorprendida. Parecía un personaje sacado de un cuento.

– No te enfades con nuestro gallo, – dijo el anciano. – Es bueno, pero grita como si lo estuvieran matando.

Lucía se rió, el sueño se disipó de inmediato. El anciano también sonrió.

– ¿Vas a quedarte mucho o solo de visita?

– A descansar, aunque no sé cuánto aguantaré, – respondió Lucía.

– Entra a desayunar, pequeña. Conocerás a la abuela. Ella hornea empanadas… pero no hay a quién dárselas. Los nietos vienen una vez al año, los hijos también…

Lucía aceptó. Era bueno conocer a los vecinos.

La esposa de Pedro fue una auténtica abuela de cuento – con su delantal, pañuelo, una sonrisa sin dientes y arrugas amables. La casa era un remanso de limpieza y calidez.

– ¡Qué bonito aquí! – exclamó Lucía. – ¿Por qué no vienen más a menudo los hijos?

Ana sonrió y movió la mano.

– Les pedimos que no vengan. No hay caminos. Tras una lluvia no se puede salir en una semana. Antes había un puente, aunque era viejo. Pero se derrumbó hace cinco años. Vivimos como ermitaños. Una vez a la semana, Pedro va a la tienda. La barca no aguanta. Pedro es fuerte, pero ya tiene su edad…

– ¡Empanadas divinas! – elogió Lucía. – ¿Nadie se preocupa por la gente? Alguien debería hacer algo.

– ¿A quién le importamos? Solo somos cincuenta personas. Antes vivían mil. Ahora se han ido.

Lucía reflexionó.

– Es extraño. ¿Y la administración dónde está?

– Al otro lado del puente. Y dar la vuelta son 60 kilómetros. ¿Crees que no hemos ido? La respuesta siempre es la misma: no hay dinero.

Lucía comprendió que había encontrado su propósito en aquel descanso.

– Cuéntame, ¿dónde encontrar la administración? ¿O irás conmigo? No se prevén lluvias.

Los ancianos se miraron.

– ¿Hablas en serio? Has venido a descansar.

– Completamente en serio. El descanso puede significar distintas cosas. ¿Y si vuelvo a venir y hay lluvia? Estoy aquí para ayudarme a mí también.

Los ancianos sonrieron con calidez.

En la administración local le dijeron:

– ¿Cuánto tiempo más? ¡Nos hacen ver como villanos! ¡Miren las carreteras! ¿Quién cree que va a dar dinero para un puente en un pueblo con solo media centena de habitantes? Busquen un patrocinador. Por ejemplo, Sokolov. ¿Han oído hablar de él?

Lucía asintió. Claro que había oído hablar de él; Sokolov era el dueño de la empresa donde trabajaba su esposo y era oriundo de allí, sus padres se mudaron a la ciudad cuando él tenía unos diez años.

Después de una noche de reflexión, Lucía se armó de valor. Tenía el número de Sokolov; su marido había llamado desde su teléfono varias veces. Decidió no mencionar que Pablo era su esposo y llamar como una desconocida.

La primera vez no pudo hablar, en la segunda, Sokolov la escuchó, se quedó en silencio y luego se rió.

– Ya no recordaba que nací allí. ¿Cómo está todo ahora?

Lucía se sintió aliviada.

– Es muy bonito, tranquilo, la gente es maravillosa. Te enviaré fotos y vídeos. Iñigo, he contactado con todas las instancias y nadie quiere ayudar a los ancianos. Solo depende de ti.

– Lo pensaré. Envíame las fotos, quiero recordar cómo era.

Lucía se pasó dos días grabando vídeos y tomando fotos para Sokolov. Sus mensajes fueron leídos, pero no obtuvo respuesta. Ya había decidido que todo era en vano cuando Iñigo la llamó:

– Lucía, ¿podrías venir mañana a la oficina en la calle Alcalá alrededor de las tres? Y prepara un plan preliminar de trabajo.

– Por supuesto, ¡gracias, Iñigo!

– Sabes, es como un regreso a la infancia. La vida es un corre-corre – no hay tiempo para detenerse y soñar.

– Te entiendo. Pero deberías venir en persona. Estaré allí.

Solo colgar el teléfono, Lucía se dio cuenta de que era la misma oficina donde trabajaba su marido. Sonrió: sería una divertida sorpresa.

Llegó temprano, faltaba una hora para la cita. Aparcó el coche y se dirigió a la oficina de su esposo. No había secretaria. Entró y escuchó voces provenientes de la sala de descanso, así que se dirigió hacia allí. Allí estaban Pablo y su secretaria.

Al ver a Lucía, se quedaron claramente desconcertados. Ella se detuvo en la puerta, mientras Pablo se levantaba rápidamente tratando de abrocharse los pantalones.

– Lucía, ¿qué haces aquí?

Lucía salió corriendo del despacho, en el pasillo se topó con Iñigo, le entregó los documentos y, sin poder contener las lágrimas, corrió hacia la salida. No recordaba cómo llegó al pueblo. Cayó en la cama y estalló en llanto.

A la mañana siguiente, un golpe en la puerta la despertó. En la entrada estaba Iñigo con un grupo de personas.

– Buenos días, Lucía. Veo que ayer no estabas lista para hablar, así que vine yo. ¿Nos preparas un poco de té?

– Claro, pasa.

Iñigo no mencionó nada sobre el día anterior. Mientras tomaban el té, casi todos los habitantes del pueblo se juntaron en la casa. Iñigo miró por la ventana.

– ¡Vaya, una delegación! Lucía, ¿no es el abuelo Ildefonso?

Lucía sonrió: – Así es.

– Hace treinta años ya era abuelo, y su esposa nos alimentaba con empanadas.

El hombre miró a Lucía con preocupación, y ella respondió rápidamente: – Ana está viva y bien, y sigue haciendo sus famosas empanadas.

La jornada pasó entre ocupaciones. La gente de Iñigo medía, anotaba, contaba.

– Lucía, ¿puedo hacerte una pregunta? – se dirigió Iñigo. – En cuanto a tu esposo… ¿Lo perdonas?

Lucía reflexionó, luego sonrió: – No, sabes, incluso le estoy agradecida por cómo resultaron las cosas… ¿y qué más da?

Iñigo guardó silencio. Lucía se levantó y miró la casa: – Si aparece el puente, aquí podemos crear un lugar increíble. Renovar las casas, hacer zonas de descanso. La naturaleza es pura, auténtica. Pero no hay nadie que se haga cargo. Y si no quisieras volver a la ciudad…

Iñigo la miró admirado. Era una mujer especial, decidida, inteligente. Antes no lo había notado, pero ahora la veía con otros ojos.

– Lucía, ¿puedo volver a visitarte?

Ella lo miró atentamente: – Claro, serás bienvenido.

La construcción del puente avanzó rápidamente. Los habitantes agradecieron a Lucía, y los jóvenes comenzaron a regresar. Iñigo se convirtió en un visitante asiduo.

Pablo llamó varias veces, pero Lucía ignoraba las llamadas, y al final bloqueó su número.

A primera hora de la mañana, un golpe en la puerta la despertó. Lucía, aún soñolienta, abrió la puerta, temiendo lo peor, pero en la entrada estaba Pablo.

– Hola, Lucía. He venido por ti. Basta de enojos. Lo siento, – dijo.

Lucía se rió: – ¿“Lo siento”? ¿Eso es todo?

– Bueno, no seas así… Prepárate, vamos a casa. No me vas a echar, ¿verdad? Y además, la casa no es solo tuya, ¿lo olvidaste?

– ¡Ahora mismo te echo! – exclamó Lucía.

La puerta chirrió y de la habitación salió Iñigo en ropa de casa: – Esta casa fue comprada con fondos de mi empresa. O, ¿acaso tú, Pablo, piensas que soy un tonto? Actualmente hay una auditoría en la oficina y tendrás que responder a muchas preguntas. Y a Lucía le pido que no se preocupe – es malo en su estado…

Los ojos de Pablo se abrieron como platos. Iñigo abrazó a Lucía: – Ella es mi prometida. Por favor, abandona esta casa. Los documentos del divorcio ya han sido presentados, espera la notificación.

La boda se celebró en el pueblo. Iñigo confesó que había vuelto a enamorarse de ese lugar. Construyeron el puente, arreglaron la carretera y abrieron una tienda. La gente comenzó a comprar casas como refugios de verano. Lucía e Iñigo también decidieron renovar su casa – para tener un lugar al que regresar cuando tuvieran hijos.


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